Como todos los días desde la gran decepción y aunque la afrenta sea ya agua pasada, desayunamos dos sobres de 100 gramos de paleta ibérica 100% bellota.
Si no lo has probado, te lo recomiendo.
Es bueno como aporte de proteínas, tiene vitaminas y minerales con buena biodisponibilidad y grasas saludables pero sobre todo sube la autoestima. La tostada de aguacate y los huevos benedict parecen cosa de pringados al lado de un plato de jamón ibérico reluciente. Ya hemos hablado con la oficina de la DO Jamón de Jabugo para tener una reunión en cuanto regresemos a Peralillos. En ella les explicaremos lo estupendamente que este producto gourmet marida con café, que deberían incluirlo en las catas, que para gourmetear está bien pero para desayunar es la bomba.
Nuestra relación con aborígenes napolitanos se ha ceñido a taxistas, guías y camareros. Al resto de los gremios sólo los hemos visto en la distancia, sin contacto, como en el zoo. Y cuando a estos napolitanos contactados les hemos comentado que Capri nos había resultado muy “turístico” todos nos han dicho que fuéramos a Ischia. Y allá que vamos.
Inciso: No crea el lector que no soy consciente de que estoy cayendo en la Paradoja del Turista. La Paradoja del Turista fue descrita en un paper de la Universidad Hafen Hofen Sauer publicado en 2005 por el Dr. Rivilla del departamento de Sociología Cuántica Aplicada y, de forma resumida, dice así: todo turista renegará con vehemencia de su condición. Va a Venecia en tu compañía de bajo coste en plan rebaño pero luego se queja de que hay mucha gente. Gente como él. El turista se mueve de forma síncrona con otros turistas, ocupando las mismas coordenadas espaciotemporales, pero si se les pregunta dicen que a ellos eso no les gusta, que prefieren donde no va nadie. La Paradoja del Turista consiste en visitar un sitio que atrae a mucha gente y querer verlo como si fuéramos los únicos, los primeros. Incluso se ha llegado a afirmar que al turista su propia presencia le incomoda. El turista es el gato de Schrödinger del viajar, quiere estar en el sitio pero a la vez no estar para no fastidiar la experiencia.
Así que en nuestro paradójico periplo de descubrir sitios mágicos que no haya pisado nadie antes… alíscafo para Ischia. Aliscafo es como llaman aquí al barco que cuando coge velocidad se eleva sobre unas alas que lo sustentan, el Jesús de Nazaret del transporte marítimo.
La isla de Ischia está en el extremo norte de la bahía de Nápoles. El día ha salido encapotado y cuando desembarcamos en el puerto de Ischia, está chispeando. Nos llegamos a la parada del autobús circular panorámico, pero Carmen plantea una duda
—¿Y si cogemos un taxi?
Como si le hubiera leído el pensamiento, solícito y zalamero como un tuno de la escuela de aparejadores de Albacete entra en escena un taxista. En realidad nos ha leído el lenguaje corporal, que no puede ser más explícito: los cuatro con la mochila y el mapa en la mano.
Roberto es una sirena de Ulises que no canta, no enseña las tetas y no tiene cola de merluza, pero su discurso debería estudiarse en las más prestigiosas facultades de márketing. Nos convence. Podría quitarnos la vida pero se conforma con 100€.
El taxi de Roberto es una lata de sardinas con ruedas. ¿Cómo meterías cuatro elefantes en un seiscientos? Dos delante y dos detrás. El ancho es el de un seiscientos, pero tiene 3 filas de asientos, así que caben seis elefantes. Se podría decir que es una Nissan Vanette que han remodelado unos jíbaros. Si los taxis de Capri eran unos descapotables con la carrocería extendida para que cupieran bien las pamelas de las estrellas del cine, en el taxi de Roberto me tengo que quitar la gorra porque de otra forma, golpeo el parabrisas con la visera cada vez que frena. Y vaya si frena, a cada curva frena, gracias a Dios que frena. ¿A qué se debe la proliferación de estos taxis tan estrechos? Lo descubrimos en seguida. Las carreteras en Ischia son estrechas, muy estrechas. Carecen de la línea delimitadora de los carriles porque si la pintaran se iba a notar que los carriles tienen el mismo ancho que la línea. Las carreteras de Ischia está llenas de curvas y pendientes, parece que fuéramos en el carrito de una montaña rusa, Roberto se las conoce como la palma de su mano a la luz de la soltura con que pisa el acelerador, nosotros en cambio, no. Y por eso anticipamos una muerte segura a la entrada de cada curva.
Roberto nos hace un recorrido por los cinco mejores miradores de la isla. Y nosotros nos hacemos una foto en cada uno para no parecer descorteses, pero sobre todo porque las vistas quitan el sentío. Este viaje está siendo muy de vistas. Vistas desde el Vesubio, desde Capri, desde el barquito por la costa… y vistas en ischia. El éxtasis de la contemplación de tanta belleza me mueve a pedir a mis compañeras de viaje y al propio Roberto
—Por favor ¿podríais ausentaros unos minutos para que pueda disfrutar en soledad de esta bella estampa?
Pero mi yo racional se da cuenta de que, si eso hiciera, estaría revolcándome en el charco de la Paradoja del Turista como un cochino en su lodazal. Aparte de cometer una grosería.
Desde aquí también se tuvo que ver bien la explosión del Vesubio hace dos mil años.
En el momento de la contratación Roberto nos anticipó que el recorrido duraría dos horas y acabaría en la zona del castillo de los Aragoneses, el hito patrimonial de Ischia, el activo turístico más importante, la joya. Cuando anuncia que estamos llegando, nuestros estómagos no están para castillos y le preguntamos por algún sitio donde comer. Él nos recomienda un par de ellos, parando justo en el segundo. Al ver que tenemos intención de entrar, quita la llave del contacto y nos acompaña doblando cortésmente el espinazo para desenrollar una alfombra roja. Nos dan una mesa en la terraza, nos aposentamos, y unos minutos después vemos salir a Roberto con una bolsa de papel que apostaría a que contiene su comisión en forma de almuerzo. No puedo dejar de admirarme de la naturalidad con que viven los napolitanos los negocios.
El Castillo de los Aragoneses ocupa una isla escarpada y pequeña separada de la isla escarpada y grande por un puente.
Sigue chispeando pero esto no es obstáculo para que a la vera del puente hayan montado unas porterías y estén jugando un partido de waterpolo unos mozalbetes de nuestra edad. Nos quedamos un rato animando al equipo que lleva los gorros más bonitos. Y luego nos cansamos de animar a desconocidos cuyos resultados en este partido y en el de la vida nos es indiferente; y seguimos al castillo.
Parece que la cosa de la visita al castillo de los Aragoneses consiste en subir el equivalente a 20 pisos andando. Carmen dice que ni de coña. Susana se ofrece a hacer un intento de manipulación con la taquillera.
—Nuestra amiga tiene una discapacidad debidamente acreditaba por el Reino de España pero se ha dejado los papeles en la habitación del hotel —le dice a la susodicha.
—Vaya por Dios —contesta la taquillera— ¿se ha dejado también las muletas? O quizá , no sé, un bastón, un rictus de sufrimiento… algo.
Se la ve muy consciente de su superioridad. La ventanilla es la garita del castillo, soy la cancerbera y está en mi mano franquarte el paso o dejarte ahí plantado.
—Por favor, señorita, no me obligue a recordarle que este castillo del que depende el sustento de su familia, perteneció a la familia del mismísimo Borbón que firma la discapacidad de nuestra amiga, Felipe VI.
A nuestra Susana, como a Don Vito Corleone, le sale natural ese lenguaje elíptico que sirve como envoltorio a la amenaza —Sabes que estás haciendo lo correcto dejándonos pasar, criatura. Y la puerta del castillo se abre para nosotros.
Más concretamente la del ascensor. Si la visita al castillo de los Aragoneses es una maravilla, en ascensor ya es la repera.
El Castillo en sus buenos tiempos, cuando era inexpugnable y tal, tenía sólo dos accesos: uno por la zona donde ahora está el puente del waterpolo, que consistía en un túnel excavado en la tierra y por el extremo opuesto una escalera en zigzag bien empinada que daba al mar. Ambos accesos contribuían a la inexpugnabilidad de forma muy eficiente. Las escaleras porque desde numerosas terrazas superiores de la fortaleza se podían arrojar cosas con el afán de matar al intruso. La del túnel porque tenía unos tragaluces desde los que se podían arrojar cosas para matar al intruso. Dato histórico importante: aunque se dice muchas veces eso de que arrojaban al enemigo aceite hirviendo… leyenda urbana, esto no era cierto. El aceite era un alimento muy preciado a lo largo de la historia, y no estaban las cosas como para tirar cosas que se pudieran comer. Lo que arrojaban eran sustancias asquerosas, hirviendo, eso sí. O piedras bien gordas que pudieran descalabrar.
Como el lector debe estar ya harto de que insista en las vistas relataré aquí un rincón del castillo que captó nuestra atención y no se nos va a olvidar en la vida.
El cementerio de las Clarisas.
Bajas unos escalones y entras en una habitación excavada en la piedra. En ella hay 12 asientos como de váter. El cartel, del que leímos hasta la última coma, explica que allí colocaban a los monjes cuando morían, sentaditos, y que el tiempo hacía que su tránsito hacia las tinieblas comenzara por una fase intestinal. A medida que se iban descomponiendo la carne podrida iba cayendo de un agujero, el de abajo del cuerpo ya sin alma, al otro, el del infame trono. Y así hasta que solo quedaban huesos y pellejos, entonces los sacaban y les daban sepultura. El nombre de «de las Clarisas» era porque monjas de esta orden se encargaban de atender a los finados. Te lo puedes imaginar: enderezarlos cuando se doblaban, ponerles algún periódico, darles conversación… digo yo que su trabajo consistiría en eso. Debido a que la salud y seguridad en el trabajo no era un concepto en voga, la mayoría de ellas acababan enfermando y ocupando, en el mismo pabellón, algún asiento vacante. Miras a la antigüedad y encuentras la misma proporción de talento y estupidez, de ciencia y superchería, de luz y tinieblas en el género humano: exactamente un 50%, que en el presente. Diantres, no hemos mejorado nada.
Volvemos al puerto por la calle de las tiendas, unos 5 kilómetros.
Tomamos el ferri, y luego el metro, y luego a pata.
Vamos tan campantes acercándonos a nuestra morada cuando Susana mete el pie en uno de los varios millares de agujeros de las aceras napolitanas y aterriza con estrépito. Se ha hecho bastante daño en el tobillo. Montse y Manoli corren a por hielo, y una botella de vino, ya de paso. Carmen y yo nos afanamos en encontrar un taxi que transporte a la accidentada que, según el primer diagnóstico, es incapaz de andar.
Nos encontramos en la habitación. Manoli y Montse han traído doble de hielo, y doble de vino, y dos botellas de limoncello, una de ginebra y unas latas de tónica. Argumentan que las tónicas servirán para acompañar a la ginebra, que a su ve tiene por finalidad dar salida a la eventualidad de que el tobillo de Susana no gaste todo el hielo.
Atendida la coja, preparamos la cena.
Acabada la cena, empieza la fiesta.
Al frente de la celebración se sitúa, como en días anteriores, Montse. Hemos podido comprobar en el trascurso del viaje que Montse es mujer de muchos y variados talentos, si bien no fue bendecida con uno en concreto: el de cantar bajito. A la hora y pico de jolgorio llaman a la puerta y voy a abrir.
—Por favor, por favor, que sea un paquete de Amazon —pienso, cruzando los dedos.
No hay suerte.
Una chica que no ha cumplido la edad de mi hija me reprende con una mirada en la que deja claro que, dadas las circunstancias, su superioridad moral es incuestionable.
—Digo yo que podríamos ir acabando la fiesta ¿qué os parece? —dice.
Acato con un monosílabo y mucha humildad. Somos gamberros pero decentes.
Y en cinco minutos el único ruido que se escucha en nuestro apartamento es el de los cepillos de dientes, preludio sotto voce del adagio titulado Barra Libre de Ronquidos.
Cinco almas en la cama esperan el sueño con un último pensamiento del día: pobres Clarisas.