A las 8 de la mañana estamos levantados. Ellas por vocación y yo porque no tengo personalidad. Jamón y café para desayunar. Y restos varios, es el penúltimo desayuno y estamos en fase de Liquidación por Derribo.
El tobillo de Susana no ha mejorado. Se ve que ni Maradona, ni San Genaro se han acordado de hacerle un milagro. Eso te pasa por atea. O por mirar los mensajes del móvil mientras caminas por una acera napolitana ¡a quién se le ocurre! El equipo expedicionario se divide: 3 se van de a pata mientras que Susana y este menda esperarán a un taxi.
Cada ciudad histórica tiene su pavimento, uno que le es propio, que está asociado a ella. A veces son adoquines, a veces son losas, los tamaños, las formas y los acabados son específicos. No reparamos en ellos pero creo que si nos trasladasen a una ciudad en la ya que hemos estado y sólo nos permitiesen mirar al suelo seríamos capaces de reconocerla más o menos como lo haríamos por sus sonidos o sus olores.
El pavimento de Nápoles son unas losas grandes de formas cuadradas o rectangulares de variadas medidas entre los 40 y los 70 centímetros. Poseen unas rugosidades talladas que, supongo, tienen la función de mejorar la adherencia. Estas baldosas se usan tanto en las aceras como en las calles del centro y podrían recordar a una calzada romana. Una con mucho uso y poco presupuesto de mantenimiento. El pavimento de Nápoles, como bien sabe el tobillo de Susana, es cualquier cosa menos regular. Y esta falta de lisura tiene efectos diferentes dependiendo del medio de locomoción. Si vas caminando, esguince. Si vas en moto, saltos. En coche, saltos. En bici, saltos. Las tiendas de amortiguadores son las más prósperas de la ciudad. Los ciclistas napolitanos tienen las próstatas más suaves que los pulpos después de ser apaleados.
Susana y yo nos subimos al taxi en Corso Malta con un esguince y cuando nos bajamos en Piazza Sette Settembre llevamos un esguince, dos hernias discales y una cervical desplazada. El taxista se parece mucho a Tony Bennet, la misma cara de buena persona, pero deduzco que bien lleva un flotador camuflado debajo del culo como amortiguador o bien es campeón de Campania de toro mecánico, porque no se inmuta.
Si el pavimento de Nápoles es peculiar, el tráfico lo es aún más.
No sé por dónde empezar. En cualquier ciudad civilizada las calles están organizadas por carriles delimitados por líneas, bien continuas, bien intermitentes y los vehículos circulan en un sentido por un lado y en el contrario por el opuesto. En Nápoles el número de carriles y el sentido de una calle no están fijos sino que se establecen en cada momento, se diría que lo decide el que llegue primero. El ayuntamiento hace tiempo que desistió de pintar líneas harto de que nadie las hiciera caso. Los carabinieri están pendientes de otras cosas. El número de pasajeros de digamos una moto no está limitado a dos como en el resto de Europa, hemos visto hasta cuatro personas en una especie de vespino. El casco en las motocicletas y los cinturones en los coches son opcionales.
Cuando. Susana y yo hemos viajado juntos, y lo hemos siempre por trabajo, a ferias de placa cartón-yeso o del universo tornillería mayormente, siempre encontramos tiempo para descubrir la ciudad al tuntún, a pie, gastando zapatilla, pero hoy, estando ella bastante coja, a pocos metros de donde nos suelta el taxi nos sentamos en una terraza. En vez de leer la carta leemos las mesas del resto de clientes
—Póngame lo mismo que tiene ese señor —dice Susana. Yo opto por un café con chocolate. Aprovecho para tomar notas en mi libreta mientras doy sorbos de 1 mililitro, espaciados por 6 minutos, para que dure más. Susana se toma su mejunje. El Café Neapolis está en Piazza San Doménico Magiore, una plaza muy concurrida a estas horas del domingo y se nota por la cara de los paseantes que nos envidian, la cara de la camarera indica, en cambio, reprobación. El código internacional de la hostelería para que te vayas con viento fresco es poner en la mesa la cuenta no solicitada. Nosotros somos conocedores de este lenguaje no verbal pero como estamos a gusto dejamos pasar en el reloj diez minutos y a la camarera diez impaciencias. Cuando la pobre ya no se aguanta más le pedimos otra ronda de lo mismo, y dos vasos de agua en un gesto no desprovisto de recochineo. Es una pena que no se pueda subastar la cesión de una mesa codiciada
—¿El caballero dijo 100 euros? ¿Quién da más?
Porque esta mañana el gesto de levantar el culo nos habría salido muy rentable.
La capilla de Sansevero está a la vuelta de la esquina, es otro de los must de Nápoles. Desde que lo mencionó Carmen por primera vez: “Tenemos que ver el cristo de Sansevero, que es una maravilla” yo pensaba en San Severo, separado, el santo patrón de los estrictos, los rigurosos y los tiesos de solemnidad. Pero no, resulta que Sansevero, se escribe todo junto, es el título de un señor, Raimundo di Sangro, a la sazón Príncipe de Sansevero, que tenía esta capilla, ahora desacralizada, como parte de su palacio. Menudo chasco me he llevado. El susodicho príncipe se encargó personalmente de la decoración y puso 3 estatuas morrocotudas: la del cristo yacente, la Modestia y el Desengaño. Que así se llaman. Para no llevarme otro desengaño, hago uso de la modestia y me leo todos los carteles. Estas piezas le costaron un dineral al aristócrata, pero el dinero se está recuperando con las entradas de los turistas de forma holgada, por lo que se ve. La Capilla de Sansevero es el primer museo cronometrado que he visitado en mi vida. Te dan exactamente 30 minutos para visitarlo. Prohibido hacer fotos, será para que no te entretengas. Ah, no, es porque a la salida hay tienda y venden las fotos ya hechas, reveladas y ampliadas. Y de paso camisetas, tazas, sudaderas, libros… En la tienda si que te puedes quedar el tiempo que quieras.
La primera sala es la capilla propiamente dicha con las 3 estatuas de postín ya mencionadas. De las 3, la titular es la del cristo yacente. Y lo que tiene de excepcional, fijarse bien, es en que está tapado con una sábana y tiene un realismo increíble. Yo no sabía que esculpir sábanas cubriendo cuerpos era una cosa tan difícil. Yo soy muy ignorante en cosas de escultura. A mí, me sacas de la Venus de Milo, la del accidente o del pensador de Rodin, el estreñido, y estoy perdido. Mi acercamiento al noble arte escultórico ha sido por mera exposición a la obra y consiguiente acumulación de interrogantes. Uno de los que más me atormenta de la Historia del Arte es por qué a los caballos de las estatuas ecuestres les ponen unos escrotos descomunales y a los héroes adultos desnudos unas pililas de niño de 5 años. Qué pasa que cuando sobra bronce “pónselo en los huevos al caballo”. Y en cambio a los efebos con abdominales y bíceps de gimnasio, que guardarían mejores proporciones con un buen badajo, hala, pisha de juguete.
Toda la capilla, y en especial los conjuntos de la Modestia y el Desengaño, están llenitas de simbología masónicas: el príncipe, que tenía sus cosas. Agradezco a Carmen que, mientras esperábamos en la cola nos haya contado lo que íbamos a ver y en qué teníamos que fijarnos. Pero mis entendederas, como he explicado, bastante cortas en temas de escultura, lo son más aún en asuntos de cábalas y jeroglíficos masones: no me acuerdo de nada. Después de ver la capilla se baja a una cripta. Un cartel dice claramente que no hay retorno, que no se puede volver a la capilla ¿Rito masónico o nos están empujando hacia la salida? Es un misterio. Y en la cripta tienen expuestas dos Máquinas Anatómicas, dos esqueletos como los que se usan en las clases de anatomía, uno representa a un hombre y otro a una mujer. Al parecer los huesos son de verdad y las venas y órganos son de plastilina. En cualquier caso fueron también capricho del Príncipe de Sansevero. Al que movía un genuino interés científico. O era un innovador en la pedagogía y por las noches les decía a sus hijos pequeños
—O te acabas la verdura o esta noche duermes en la cripta con Crispín e Imelda, tú verás.
Salimos exactamente 30 minutos después. La incapacidad física de Susana nos obliga a encontrar un restaurante en las inmediaciones.
Sí, es verdad que las dos Máquinas Anatómicas le quitarían el apetito a cualquiera, pero nosotros no somos cualquiera. Llegamos a la pizzería del primer día, Vesi, la que tiene gluten free. Así que cerramos el círculo gastronómico del viaje con una pizza, mira que es redundante. En el restaurante, Montse, Manoli y Carmen nos cuentan que por la mañana han visitado el Palacio Real, precioso, y al salir, imbuidas de un espíritu aristocrático se han comprado unas entradas para la ópera. Que esta tarde en el Teatro San Carlos dan Madame Butterfly, de Puccini y allí se van a plantar las tres.
Le dicen a Susana que debería recogerse al airbnb, que su pie se lo está pidiendo a gritos. Ella les dice que tienen toda la razón, que no tengan cuidado, que nosotros nos hacemos cargo de la cuenta, que vayan al teatro y se diviertan. Y, esto no lo dice pero yo se lo leo en la mirada, que ella hará lo que le dé la gana.
Pagamos y piano, piano, nos damos un garbeo que nos lleva al teatro San Carlo. Entramos en el café y nos pedimos yo un ídem y Susana un Aperol Spritz. Mientras, nuestras amigas aplauden la arias famosas y duermen la siesta en los recitativos, cumpliendo religiosamente el ritual del espectador de ópera. Cuando dicen que la ópera es el arte escénico completo se refieren justo a eso: no hay otro formato que haya delimitado pasajes concretos para que el respetable se pueda dar una cabezada.
Acabada nuestra consumición regresamos al cuarto en taxi.
Va cayendo el sol de nuestro último día de viaje de la misma ceremoniosa manera como cae el telón después de que Cio-Cio (pronunciado en italiano cho-cho. Ya te vale, Puccini) se clave un cuchillo en el corazón en vez de darle dos sopapos a Pinkerton y ponerle los puntos sobre las íes.
Los atardeceres, como los telones, me ponen nostálgico, repaso estos días y echo números. Hemos hecho 12 kilómetros, 1,5 pizzas, 2,8 iglesias y 2 aperoles por jornada de media. Aparte, las botellas de limoncello y los embutidos surtidos, los bailoteos y canturreos nocturnos. Hemos navegado en ferri y en motora. Hemos cogido trenes, taxis, autobuses, funicular y metro, y hasta hemos sacado tiempo y ganas para algún chapuzón en este mare tan nostrum.
Contra todo pronóstico estos viajeros, no solo no se han tirado los pimientos a la cabeza, sino que han demostrado que el 5 es un número estupendo para viajar.
Es hora de hacer las maletas y volver a lo cotidiano.
¡Que vivan los novios!