Era dulce, hermosa, apasionada.
Pero no podía diferenciar el color.
Se movía entre grises.
Unos más ligeros, otros más intensos. Algunos instantes fugaces de blanco, simple blanco. Otros de negro, todo negro, sólo negro.
Durante la noche veíamos lo mismo, compartíamos la luna, las estrellas… las penumbras y sus enigmas. Pero al amanecer esa armonía se rompía. Las flores y los semáforos carecían de interés para ella, en la huerta siempre recogía los tomates a destiempo. Con el sol presente sólo conseguíamos entendernos a contraluz, y no siempre.
Supongo que si yo hubiese renunciado al día, al arco iris, a las camisas hawaianas…
La química era buena, pero al final una cuestión física nos separó: vibrábamos en zonas distintas del espectro visible.
—Nos mudaremos —decía. —Allí la realidad será igual para los dos.
A mí no me interesaba trasladarme más allá del infrarrojo, tampoco al norte del ultravioleta.
No pude. Quizá sea muy básico, de colorines, de lunares, de estampados, como a ella le gustaba llamarme, para chinchar.
Sí, lo siento, yo soy así.
Y esta es la triste historia de mi amante daltónica.
Comentarios
Una respuesta a «Mi amante daltónica»
Que suerte, tenerte de Amigo…