Las mudanzas son momentos de explosión de la creatividad, también duelen los riñones.
Los pintores pintan y derraman un colocón acrílico satinado por las estancias de la que ya no sé si es correcto llamar mi casa.
Una botella de tinto de verano que sobrevivió milagrosamente a la última fiesta me mira de reojo, se hace notar. Es de la marca La Casera.
El tinto de verano puede darte un disgusto si no está bien frío. Estando bien frío también.
Busco en el congelador y no hay hielos. Mi nevera, o para ser exactos esa nevera que yo solía llamar mi nevera, muestra un aspecto desolador, como de final de las rebajas, sólo queda lo que nadie quiere y además está desordenado. En el congelador el escenario es aun más desolador, como una morgue abandonada por sus operarios. Un lomo de salmón que quizá en algún momento fue noruego languidece olvidado al lado de una bolsa de moras que llevan esperando dos años a que alguien las convierta en sorbete.
Decido ofrecerles a las moras una misión que redima su agonía, un minutito de gloria, un futuro mejor: enfriarme el tinto de verano. De forma implícita les estoy ofreciendo una oportunidad de matizarle el sabor. Quién sabe, quizá inventar un nuevo combinado.
Lo dan todo, se entregan. Triunfan.
Será el calor, el olor de la pintura, o lo bien que entra el tintorro con gaseosa el caso es que acabo dándoles conversación a estas moras borrachas de tinto de verano.
¿Quién dijo que de la sangría no había que comerse la fruta?