Cosas que le pasan a este farandulero cuando NO está en el escenario

Rivilla en Estocolmo – Día 5

Hoy es el día de la vuelta.

Pero nuestro vuelo barato sale muy pasadas las 14, así que no hay mucha prisa.

Gisela, ha aprovechado su experiencia ordenando cantantes de karaoke para organizar la logística del regreso.

—Todo arreglado, a las 11,30 estará aquí el taxi.

Mientras desayunamos, la vista animada de los pájaros y ardillas pululando por el jardín se nos antoja una estampa melancólica. Morriña. No son ellos, que están igual de frenéticos que ayer, son nuestros ojos.

Estamos los 4 de acuerdo en que nos ha faltado un día. Un día para coger el tren a otra ciudad… quizá Uppsala, o para algo rural, o de naturaleza. 

Con ánimo de subsanar lo último, lo de la naturaleza, dejamos las maletas listas en la puerta y nos damos un garbeo. La casa está en las afueras de Estocolmo y hemos visto en Google maps que hay un camino que lleva a un lago. 

¿Lago o prado?

Diferenciar un lago de un campo llano cuando ambos están helados y cubiertos de nieve no es tarea fácil, se hace necesario entornar mucho los ojos y poner cara de carpintero. Ni por esas. Después de caminar un par de kilómetros y ante la ausencia de certezas hemos consensuado que son cinco los lagos que hemos visto, a cual más hermoso. Que se fastidie Google maps, adoptamos la máxima de los terraplenistas y los seguidores de la homeopatía “No permitas que la evidencia científica te arrebate la ilusión”. Somos lagoplanistas

Mira la escalera, poniéndoselo fácil a Santa Claus

Nos hemos cruzado con 0 suecos de menos de 65 años y con 1 sueco de más de 65, debía tratarse del campeón sueco de marcha olímpica de Munich 72 porque iba como una flecha. 

Gisela se ha designado a sí misma coordinadora de la misión regreso sin oposición alguna, no es que el resto seamos indolentes, es que tenemos el ánimo flojo, y creemos que lo de tomar decisiones está muy sobrevalorado en la vida moderna.

Y no sólo nos ha resuelto lo del taxi, sino que ha fijado unos horarios que nos permiten llegar al aeropuerto con antelación suficiente para que si nos hacen un cacheo exhaustivo, y luego un interrogatorio, y luego nos da una bajada de tensión y tienen que asistirnos los servicios sanitarios, pero están de huelga, y tienen que venir el que encelofana las maletas que se hizo un curso de primeros auxilios, y luego nos equivocamos de terminal a causa del estupor después del soponcio, y esta equivocación se repite 3 veces… Aunque pase todo eso todavía llegamos a tiempo al embarque. 

—Yo, si hago las cosas, las hago bien.

La cosa es que al final ninguno de esos imponderables ha sucedido y sí ha sucedido otro con el que Gisela no contaba: que el avión va con retraso. Es en estas circunstancias cuando tengo que recurrir a la ecuación de Flisker-Jorgesson que dice: viajero prudente + compañía aérea negligente = ventana de aburrimiento creciente. 

Igual que en los encierros de San Fermín se cierran las puertas de la plaza para que ningún novillo pueda darse la vuelta al reconocer la plaza como un lugar poco deseable, en los aeropuertos una vez que pasas el control de seguridad ya no hay vuelta atrás.Y te quedas ahí, encerrado en un área donde sólo hay dos opciones: hastío o Duty Free.

Nosotros somos viajeros conscientes, experimentados en lidiar con estas tretas del márketing aeroportuario y por eso solo nos dejamos 100€ por barba en esta vieja trampa. Luego nos vemos obligados a recurrir a nuestra vida interior. Y nuestros iPhones, claro. Pero la vida interior da mucha sed y nos pedimos unas cervezas. Lo malo es que las cervezas solas… pedimos patatas fritas, panchitos y almendras estocolmanas para acompañar. Y a lo tonto nos hemos sumergido en el aperitivo, que por definición precede a… sí, inexorable, como ave rapaz, la hora de comer. 

Es fácil caer en la tentación de rasgarse las vestiduras ante este atropello del capitalismo.

—Que hijos de su madre ¿tú te das cuenta? Nos están sacando los ojos con la treta del retraso ¡¡Devuélvanme mi dinero!! —David clama al cielo— Excepto el de la cerveza, ese está bien gastado.  

Pero quiere el karma que cuando nos subimos al avión, y superamos ese sorteo en el que el universo te asigna un pasajero aleatorio con el que apretujarte las próximas cuatro horas. Y te presenta a unas señoritas y señoritos de uniforme que son la sonriente policía de apretujamientos del vuelo. Justo cuando ya han apretujado los abrigos y maletas en lo alto y a las personas en lo bajo, el piloto dice por megafonía que le ha dado un retortijón y tiene que bajar, que solo va a ser un momento. Pero a consecuencia de esto el avión no está listo cuando lo llaman, y como sucede con el turno de la pescadería se aplica la Ley: «el que fue a Sevilla perdió su silla». Y quién sabe cuándo nos dará permiso la torre de control para entrar de nuevo en la cola que nos lleve a la cabecera de la pista

David, que en su vida de desfacedor de entuertos ha ido adquiriendo una gran resiliencia ve caer la gota que colma el vaso, y clama al cielo de nuevo.

—Qué hijos de su madre ¿tú te das cuenta? ¡¡Devuélvanme al Duty Free!!

Aterrizamos en Madrid 2 horas después de lo previsto. Gisela, en riguroso cumplimiento de sus responsabilidades como directora general del regreso ha avisado para que nos vengan a recoger. De fokin lujo.

—Se lo he dicho a mi mano derecha, Archie

—¿Le has avisado que llegaríamos tarde? —pregunta David

—No hace falta, él se entretiene muy bien en los aeropuertos —responde Gisela mirándose las uñas.

Archie, que según su DNI fue bautizado Argimiro Requejo Bobadilla, es un empleado modelo, enamorado de su trabajo y que venera a su jefa. O quizá venere su trabajo y esté en secreto enamorado de su jefa. El caso es que lleva con ella desde cachorro. Sí, Archie fue una joven promesa de la canción que se presentaba todos los viernes por el Triunfo en hora punta para empotrarle al respetable sus dos números estelares. My heart will go on, la de Titanic, de entrante.

—Con esa los dejo como conejos deslumbrados por los faros.

Y luego, ya a merced, les endilgaba: I Will Always Love You de Whitney Houston, sí, la de la peli El Guardaespaldas. Y los colocaba al borde de knock out. La cantaba con todos sus melismas y virguerías. Archie le ponía tanta pasión a sus interpretaciones que a Gisela le temblaba el belfo en las notas más agudas, por lo musical y porque la caja registradora justo después engordaba de lo lindo. El público, natural, de tanto lagrimear, se veía en la necesidad de reponer líquidos y se pedían otra consumición. Archie era capaz de ponerle la carne de gallina hasta a un sofá de polipiel, un artista de cabo a rabo, un cirujano de emociones. Era el talismán del Karaoke Triunfo y el niño mimado de Gisela. Hasta que un día en el re sostenido de la segunda parte de I WIll Always Love You, la nota más aguda de toda la canción, patinó y le salió un gallito estridente, que abrió la sala en canal como el chirrido de los frenos antes del impacto. Un camionero de Murcia especializado en Camilo Sesto sufrió un corte de digestión y Maria Angustias, ex monja que cantaba como nadie Soy Rebelde (porque el mundo me ha hecho así) de Jeannette, tuvo una crisis nerviosa. Después de esa noche Archie le cogió miedo al micrófono, pero mucho; un miedo patológico que le alejó del escenario. Su vida hasta ese momento había girado alrededor de Whitney, Celine y por supuesto Gisela. ¿Qué podría hacer ahora aparte de dejarse morir debajo de un puente rodeado de otros juguetes rotos del show business? Pero Gisela se coscó enseguida del percal, se apiadó de él y le ofreció un contrato en el Triunfo.

—Limpiar la barra, rellenar las botellas de whisky, limpiar las rejillas de los micrófonos después de cada sesión, repartir flyers… Mientras pones copas podrás ganarte un sustento a la par que te regodeas en un dulce “yo la cantaba mejor”. Quién sabe, lo mismo un día vuelves a las tablas. —le dijo.

Desde ese momento Archie le está agradecido de corazón, y le profesa un amor cristalino como sólo un auténtico gay de pueblo puede ofrecer a una mujer poderosa, exuberante y mundana. De la capital. Habrá algún cretino que considere que Sanse no es precisamente “capital”, que lo de fuera de la M30 es periferia, sucedáneo de ciudad. Mejor que se guarde esta opinión delante de Gisela. Y de Archie que, habiendo nacido en Prádena, Segovia, cualquier cosa le parece metrópoli.

La espera en la cinta de recogida de equipajes es la puntilla de un vuelo con retraso. Los viajeros parezcan leones dormitando, llenos de rencor. Un inri aeronáutico, la enésima humillación del transporte aéreo. A la que se pone en marcha la susodicha, salen impulsados por un resorte ¿dónde está mi gacela? Digo ¿dónde está mi maleta?. Es normal que si tu equipaje sale el último te consideres víctima de una confabulación universal y tu autoestima se resienta. Pero en cuanto la agarras y empiezas a correr como un poseso, todo se te pasa. 

Al final de la carrera estaba el fiel asalariado.

Y su jefa al verlo no pudo evitar un cariñoso reproche. 

—Demonios, Archie, ya podías haber hecho un cartelito para recibirnos, como los chóferes bien mandaos. Qué te cuesta, y sabes que esas cosas me hacen ilusión. 

 Archie acusó recibo de la colleja con un mohín que tanto podía significar “lo siento” como “gracias, yo también te he echado de menos” y nos condujo hasta la plaza de parquin donde había dejado el Clio. Comparado con el avión, el cochecito de Archie nos pareció limusina. 

—A casa, supongo —dijo el conductor.

—Sí, pero haz una parada en el Loyber Star, para que normalicemos los electrolitos. El vuelo, al menos a mí, me ha dejado muy alcalino —añadió David.

Había leído la mente de los otros 3 pasajeros. Y no era tanto por el pH. Después del aterrizaje físico necesitábamos un aterrizaje emocional, estábamos de vuelta en nuestro país, cerrar el ciclo, reencontrarnos… Y dada nuestra extracción social, un plato de oreja era más apropiado que el presidente del gobierno a pie de escalerilla con sus fanfarrias

LLegamos al Loyber y nos estaba esperando la familia. Archie sonríe ufano cuando Gisela busca un responsable. Se ha currado la sorpresa, el jodío, nos la ha colado. Vulnerables como estamos por el cansancio tenemos que apretar el trigémino para que no nos salga una lagrimita.

Reencuentro

En cada viaje, sea la vuelta al mundo o ir a por el pan, puede encontrarse una metáfora de la vida misma.

Una metáfora que explica que no elegimos nada, excepto si acaso el contentarnos o el disgustarnos con aquello que nos toca.

Que cuenta que somos apenas una insignificacia en el paisaje y pensar lo contrario es marear la perdiz, perder el hilo.

Que todos los viajes, independientemente de lo que cueste el billete, son hacia dentro, y sólo hacia dentro.

Y que a pesar de ello, conviene apuntar al frente, hacia un norte cualquiera. Llevando botiquín, bocadillo y cantimplora, mejor si es incorporados en la forma de una mano humana, bien agarrada.

De la mano y hacia delante, el viaje