Son las 7,45 de la mañana del segundo día de viaje, abro los ojos y de repente soy consciente de un hecho terrible, una verdadera catástrofe: me he ido de vacaciones con cuatro madrugadoras.
Meto la cabeza bajo la almohada, mamá, yo no quiero ir al colegio. Lo peor de los que madrugan no son sus horarios, agh, qué asco, es la superioridad moral con la que nos tratan al resto de los mortales. Como tengo muy poca personalidad, en vez de luchar por mis derechos, I am what I am, I am my own special creation, me acobardo, disimulo, y entro en la salita pretendiendo ser uno de ellas. Hoy me ha resultado fácil porque ayer nos acostamos pronto, caímos como secuoyas centenarias y hemos dormido 10 horas; mañana, ya se me ocurrirá algo.
A las nueve estamos zapateando adoquín napolitano.
Manoli se encargó de contratar desde Peralillos la excursión guiada de ayer, y también la de hoy. Por eso encabeza la fila hacia el lugar donde el autobús nos recogerá para llevarnos a las ruinas de Pompeya, luego a comer, luego al Vesubio, luego de vuelta. No será demasiada programación, mira que a mí eso, como madrugar, me da sarpullidos.
Todo en la vida se mide por contraste, se disfruta o se sufre por comparación, nada percibimos de forma absoluta. Da igual que se trate del tacto de una piel o la visión de una calle en una ciudad ajena o el sabor de un salchichón. Nuestro cerebro evoca automáticamente y de forma insconsciente otras pieles anteriores, otras calles anteriores, otros salchichones anteriores. Excepto que la experiencia sea genuinamente novedosa, estreno mundial. Como cuando el bebé agarra la teta por primera vez, succiona, y esa gloria es absoluta. Cada evento del resto de su vida, de alguna forma, lo va a comparar con ese momento. Es normal que todo sea a peor. Es normal que nos volvamos un poco tristes con el paso de los años. Excepto algunos casos como Montse, inconsciente como un crío, son muchas las cosas de la vida que disfruta con la inconsciencia del primer pezón. Susana es un poco así también.
En vez de tomar la diagonal que lleva al centro, la avenida del yin, la calle sábanas, hemos tomado dirección al mar y en seguida caemos en la cuenta de que estamos en un barrio pudiente. Zas, de repente la calle Serrano de Nápoles: Bulgari, Rolex, Versace, Gucci, Dior, Carolina Herrera, Louis Vuiton… todas juntitas, puerta con puerta, como les gusta estar a ellas. Todas las ciudades que merecen ese nombre tienen su calle Serrano (¿véis lo de las comparaciones?) Los precios de los objetos que aquí se venden se establecen en múltiplos del SMI (Sueldo Mínimo Interprofesional) Hay zapatos que cuestan 3 SMI, hay relojes de 6 SMI, hay bolsos hasta de 12 SMI. Alrededor de estas calles de tiendas de mucho lujo vive gente pudiente, probablemente no los más ricos de la ciudad, sino gente pudiente. Y hay colegios para niños pudientes y esteticienes para esposas pudientes. En nuestro paseo pasamos junto a uno de esos colegios. Las mamás en vez de plantarle un sonoro beso en la frente al zagal, darle un empujón y salir corriendo a fregar escaleras o vender fruta, le dan un empujoncito que le reafirme, que le dé confianza en sí mismo, que saque su aura para que pueda alcanzar su mejor versión. Luego se quedan un rato socializando —eufemismo para medirse unas a otras el bronceado, el lifting o el outfit—, después van a tomar un café a un sitio donde ponen tostadas con aguacate.
El aguacate en las tostadas se ha extendido por el mundo de forma imparable, por lo healthy, por lo fashion y por lo cool. Me refiero al mundo del desayuno pudiente, of course. Encuentras una tostada con aguacate lo mismo en Sevilla, Nueva York, Londres o Madrid, muy difícil en cambio en Peralillos. Incluso en esas ciudades sólo aparece en los cafés donde desayunan los humanos pudientes. Poco aguacate en las calles que atravesamos ayer. Por comparar diré que me ha sorprendido el hecho de que en otras ciudades que he tenido la suerte de visitar las calles mindundis y las pudientes están a cierta distancia, debidamente señalizadas. Mientras que en Nápoles andan bastante mezcladas. O eso, o nosotros no leemos las señales, que también puede ser.
El minibus nos ha llevado por el tráfico de la gente que va a trabajar, bastante similar en todo el mundo —otra comparación— y hemos tardado lo suyo en llegar a Pompeya de la que nos separaban apenas 25 km. Que hubiese dormido 10 horas no ha sido óbice ni cortapisa para que me haya echado mi cabezadita a bordo.
En Pompeya, hordas de turistas como nosotros, con autobuses igual al nuestro y guías cortados por el mismo patrón. Igualitos como clones, sólo cambia solo el idioma. Se demuestra así la universalidad del hecho turístico, que como la universalidad del aguacate, es solo universal para los que se la pueden pagar.
Y pienso: cómo nos gusta a los humanos ver cosas rotas de hace mucho tiempo.
Qué apasionante la historia de una ciudad aniquilada por un volcán hace 200 años. No se salvó ni el Tato (Tato Livio). Los humanos que muy ufanos podemos volar miles de kilómetros para pasear por las ruinas magníficas de esta Pompeya desenterrada, estamos hechos de lo mismo que los que cayeron como chinches cuando el azar eligió esa precisa hora de ese preciso día, con esa precisa dirección del viento, probar algo que no había sucedido en los 2000 años anteriores y que no sucedería en los 2000 siguientes a aquel 29 de octubre del 69. Igual de arrogantes somos los humanos actuales, igual de insignificantes, igual de aplastables. ¿Cuál será nuestro Vesubio? ¿Lo veremos derramarse sobre nuestras casas o sobre las del lado opuesto de la región? Donde pone Vesubio puede s, amable lector, escribir COVID 19.
Los hombres somos ínfimos, así éramos y así seremos: ínfimos con ínfulas. Por mucho que nos creamos la última pepsicola del desierto, aunque podamos desayunar tostada de aguacate si nos place y nos llegan los sextercios.
Los volcanes tienen muchas formas de entrar en erupción; pero para que lo entiendas, desprevenido y gentil lector que de sismología no tienes ni pajolera, lo voy a resumir en 2: a lo gordo y a lo pequeño. Y también a lo colada de lava como ríos y a lo nube de cenizas bomba nuclear. El Vesubio eligió aquella mañana a lo gordo y a lo nuclear. Y además el aire soplaba hacia Pompeya. Vamos, que como diría mi abuela se juntaron el hambre y las ganas de comer para mayor desgracia de sus habitantes. Pequeñas historias: Tito Cauto, tenía unos buenos ahorros. Olivio Prunio acababa de remodelar el jardín. Cástulo Erecto acababa de enterarse de que su esposa, Leticia, iba a darle el primer hijo. A Atticus Trucio le habían robado 3 cabras la noche anterior. Hala todo borrado de un plumazo por la ceniza y el piroclasto. Y en oposición, qué maravillosa lotería para los habitantes del Nápoles del siglo XX descubrir este filón y recibir peregrinos del mundo entero a comprarse baratijas, botellas de agua y sombreros para el sol, y dejarlos con la boca abierta.
Qué mina de oro para los historiadores, un montón de piedras rotas y viejas, el sueño húmedo de cualquier historiador. Resuelven unos rompecabezas y plantean otros nuevos y nos asombran con pruebas de cómo los pompeyanos tenían sus familias, sus dioses, sus casas, sus vicios, sus campañas electorales, sus placeres… Y que estos eran parecidos, muy parecidos, a los nuestros. Busco excepciones y encuentro que no tenían televisión, ni internet, ni culpa, ni pecado… fueron inventos posteriores.
Nuestro guía, Rafael, es oriundo de Pompeya, uno de los que vive de la extracción de este peculiar yacimiento y habla un español rico y preciso, le contabilizo 17 sinónimos de puticlub. Su sueldo lo pagan la muerte de hace 2000 años y la resurrección de hace 100. Es un tío con oficio, conocimiento, sentido del humor y sabe que lo de las momias y lo de los prostíbulos tiene más fans que la paleobotánica. Por eso se extiende en las costumbres licenciosas de los Pompeyanos, la cosa del fornicio tiene mucho tirón. Pero también explica cosas serias sobre el saneamiento de la ciudad, el comercio, la industria y la estructura social. Pero precisamente hoy, el último botón de abajo de la camisa se le ha desabrochado. Los 37 del grupo nos hemos dado cuenta del detalle. Apasionado por la arqueología y por la historia de la Campania, gesticula con vehemencia para ilustrar lo que cuenta, y en esos momentos, al levantar los brazos, los 37, de soslayo, por turnos, miramos como asoma una barriga peluda con un ombligo en medio. Qué puñetera es la vida, estás saliendo del lupanar después de echar un casquete y te entra en erupción un volcán, te pasas años estudiando historia antigua, y perfeccionando una exposición y un maldito botón desabrochado te merma la credibilidad, porque enseñar el ombligo velludo afecta negativamente a la credibilidad de cualquier erudito. Es el capricho del azar, y Pompeya es azar.
La visita a las ruinas de Pompeya, a pesar del solazo, ha merecido mucho la pena.
La comida que venía en el paquete, no tanto. Y no por los platos, que estaban ricos, sino por el servicio, que era como de comedor escolar, apresurado y echándote la comida como si se tratara de pienso. con ganas de que acabaras pronto, esta pizza sin gluten no me ha sabido como la de ayer.
Después de comer y visitar el excusado. Al Vesubio.
Sube el bus por la carretera serpenteante de una anchura exactamente igual a 2 autobuses + 2 retrovisores. En las curvas tocamos el claxon, porque en las curvas no cabemos el que sube y el que baja. La emoción se incrementa en la misma medida que la pendiente. ¿Huele un poco a freno chamuscado o lo estoy imaginando yo? Se masca la tragedia.
Llegamos sin novedad.
—Media hora para subir y media para bajar. Arriba habrá un vulcanólogo que os dará todas las explicaciones —dice la guía.
Salimos del bus. Busco con la mirada el teleférico, suelen estar bastante visibles, por las columnas… pero nada. ¿Telesilla? Tampoco. ¿Funicular? Ni rastro. Ostras, me temo que la guía quería decir “andando”.
Miramos a la especialista en cuestas del grupo. Carmen, que sabe detectar la inclinación y dureza a distancia y con anticipación. Ya ha decidido que a esta no va a acercarse, que nos espera aquí.
Manoli en cambio está inquieta como el séter antes de que le tiren la pelota, está dando saltitos, va a por todas. Y, efectivamente, sale pitando, solo podemos seguir su estela.
En la ascensión nos cruzamos con caras desencajadas, gorditos y gorditas optimistas, que pensaban que estaban en forma. Personas de edad avanzada que se han dejado en la mesilla el Sintrom y llevan el miedo en los ojos. Demonios, si bajan a 180 pulsaciones ¿cómo estarían al hacer cumbre? Pues lo vamos a averiguar.
En la tercera curva ya hemos gastado las reservas de glucógeno que nos proporcionó la pizza. Echamos el bofe en la quinta. Aparece una caseta en la lontananza. Esperanza. Nos ilusionamos pensando que es el final, pero no, sólo es una parada intermedia: tienda de souvenirs y botellas de agua, desfibrilador y un Fiat Panda 4×4. En la séptima curva rezamos para que explote el volcán y termine este sufrimiento. En la novena empiezan las alucinaciones por el déficit de electrolitos y el sol. Un oasis, 2 oasis, 3 oasis, 14 camellos, 7 palmeras… y cuando pensamos que ya no podemos más, vemos a Manoli al fondo, silbando y limándose las uñas, hemos llegado.
El guía tiene un contorno abdominal que lo delata como usuario del Fiat Panda, este no ha subido a pata aquí en el último lustro. Nos cuenta las cosas vulcanológicas con unas fotos más sobadas que la napia de Pulcinella. Hacemos como que escuchamos. Mientras el haber parado nos devuelve el resuello, las vistas de la Bahía de Nápoles, nos lo quitan otra vez. Ha merecido subir aquí por las vistas, está claro, porque el volcán es un agujero pedregoso muy soso, al que nadie hace caso. Ni fumarolas, ni borbotones de lava, ni géiser, ni agujeros en los que echar un cubo de agua… una memez de volcán. Al menos poned un cartel gigante que diga: “Ay, con lo que yo he sido”. Porque los turistas estamos decepcionados.
Nos cuenta el buen geólogo que antes de lo de Pompeya el Vesubio tenía el doble de altura —cómo lo subirían los romanos, los pobres, sin Fiat Panda— Nos cuenta que ha tenido varias erupciones y que en la última, de hace 50 años, se llevó 3 pueblos por delante. A diferencia de Rafael, no nos aporta nada que no venga en Wikipedia. Le pregunto cuánto cuesta el seguro de una casa en estas laderas, ¿en caso de colada aguanta mejor el tabique de ladrillo hueco doble o el Pladur? estos datos me interesan.
Al principio del día ha tenido lugar un suceso que va a alterar el rumbo de este viaje.
Por un tiempo Montse nos lo ha ocultado, cargando ella sola con la mochila de la preocupación. Pero las cuestas del Vesubio eran demasiado duras y ha tenido que aligerar ese lastre. Y ha cantado. Que su amiga, en la casa de la madre de cuyo novio íbamos a dormir los cuatro últimos días, ha comunicado a Montse que naranjas de la China. Que la visita de un embajador se ha alargado y se va a interponer en nuestros planes, que no nos van a poder dar cobijo como ofrecieron. Igual que el ombligo peludo de Rafael minaba la solidez de su relato, hay una omisión en el wassap de Martina que hace que lo cuestionemos: embajador, vale, pero ¿de qué país? Si quieres que resulte verosímil, aporta detalles, esto es de primero de excusas. ¿Un embajador sin especificar el país del que viene? no es embajador ni de vodevil. Por no hablar del medio elegido para la comunicación: ¿wassap? Amos anda, pero si el método oficial de los adolescentes que te la quieren colar.
De regreso a Nápoles nos hemos sentado a desfacer el entuerto ¿De qué país es el embajador? No, hombre, no, lo de dónde dormir los próximos días.
Junta General en una terraza de la plaza del Municipio. Susana ha dicho que necesitábamos refuerzos y ha solicitado la asistencia inmediata de 5 Aperol Spritz en calidad de asesores cualificados. Mientras Montse y Manoli se devanan los sesos, nosotros tres nos comemos todos los panchitos que venían de aperitivo. La perspectiva de convertirnos en 48 horas en homeless ha estimulado el ingenio de Manoli, y ha cortado por lo sano, ha puesto su cerebro a trabajar, pim-pan, pim-pan, al mismo ritmo que subían sus piernas el Vesubio, y en 15 minutos tenía la solución.
—Susana, llama a este teléfono, Mondo Suites, +65 64 64 64 –dice Manoli.
Cuando Manoli te mira de frente y te dice que hagas algo, tú lo haces. Pero Carmen no había recibido la mirada crucial y ha dejado caer un —Y si echamos un vistazo a Google Street View para ver qué pinta tiene la calle.
—No hace falta, mira las fotos de las habitaciones: limpio, ordenado, hasta diría que tiene un toque fresco y juvenil.
Susana llama. Habla con un tal Luigi. Le regatea el precio (son los efluvios del Aperol, que le suben la confianza). ¡Le saca un descuento!
—¡¡Compra!! —exclama Manoli como si fuera la loba de Wall Street.
Y Carmen saca la tarjeta de crédito, dar cera, pulir cera.
—Hala, a cenar: asunto resuelto —dice Manoli.
Pertenezco a ese tipo de personas que cuando el orden, en cualquiera de sus manifestaciones, triunfa, siento un pequeño escozor de decepción. Me aburre que todo salga como se espera, que ganen los vaqueros, que el galán se lleve a la guapa… por eso estaba disfrutando de la crisis, del vértigo, del precipicio, de imaginarnos durmiendo en esas calles alrededor de la Estación Central después de haberle robado los cartones a un mendigo que no podía perseguirnos porque tenía una pierna amputada y Montse le había ganado las muletas en una partida previa de póker con las cartas marcadas. Pero con la eficiencia de Manoli no me ha dado tiempo ni a encontrar al dichoso mendigo cojo. Ni Carmen ni Susana se habían preocupado, porque son de la opinión que da igual los cartones en los que te toque dormir, lo importante es la compañía, y la de este viaje es de 24 kilates, románticas perdidas.
Qué bien nos lo estamos pasando. Hoy, segundo día del viaje ha tenido dos grandes incertidumbres: la primera si se despeñaría el autobús que nos llevaba al Vesubio. La segunda si encontraríamos bnb de de repuesto. Por no hablar de la potencial erupción del Vesubio que ronda la mente de cualqueir aque pulule por estos contornos. Las dos se han resuelto de forma satisfactoria. Lo más gracioso es que este viaje a Napoles fue fruto también de una carambola, de la pura casualidad.
Voy a contarlo.
Abril más o menos. Hago una barbacoa en casa e invito a la troupe.
—Que no puedo ir porque tengo en casa unos amigos italianos —dice Montse.
—Faltaría más, traételos —respondo.
Mesa alargada para once. Jijijí, jajajá. Saltos del italiano, al español y al inglés sin red. ¿Y tú de quién eres? Camaradería y jolgorio a tutiplén.
Llegado un momento, no sabemos si fue la panceta, el secreto o la presa, que me salen de rechupete, o si fue el celo que ponía Manoli en rellenar la copa de Pino, sentado a su lado, siempre antes de copar la propia. Baco estaba jugando sus cartas a nivel metabólico dentro del italiano, este cogió carrerilla y:
—Napoli, e la mejor cittá del mondo ¡¡¡estáis tutti invitados!!! —dijo.
—Que no hombre, que no, pero muchas gracias —contestamos nosotros, agradeciendo el gesto.
—Que sí, lo digo de veritá, La casa di mia madre è grande, molto grande in un posto bellissimo, Amalfi —insistió aumentando los decibelios.
—No, por Dios, no queremos abusar —dijimos nosotros.
—Non è un abuso, sei il benvenuto nela costa Amalfitana, nella mia casa —estaba lanzado.
—¿Septiembre es buena fecha? —le preguntó Carmen.
En ese momento Pino no se percata de que el avión había superado el punto de no retorno en la pista de despegue.
—¡¡¡Sí, por supuesto!!! —dijo Pino.
Y Susana abrió el móvil.
—Id dándome los nombres que voy a comprar los billetes.
Dicho y hecho.
Mi madre siempre decía que la cortesía obliga a rehusar tres veces una invitación. Que lo mismo en Italia son cuatro.
Puede que Pino saliera de Peralillos pensando que lo de los billetes había sido un farol, pero nosotros somos gente de palabra. En realidad la principal razón del viaje fue aquella invitación de Pino, nunca habíamos pensado antes en Nápoles, pero insistió tanto… Es verdad que la oferta estuvo regada con tinto y grasas saturadas, se me antoja algo rocambolesca en la distancia. Pero hombre, echarse atrás a dos días vista… Ni costa amalfitana, ni casa, ni Martina, ni Pino, ni madre de Pino. Nuestro gozo en un pozo y todo por un embajador del que no sabemos el país.
Hemos ido a cenar al restaurante de la hermana de Verónica, la guía del free tour de ayer. Sette Passos A Chiaia.
—No es que sea especialmente bueno y barato, que lo es, lo recomiendo porque es de mi hermana —había dicho al despedirse.
—Vaya, qué honestidad.
Esa franqueza, ese ir de frente tiene que tener premio en un mundo en el que Pinos y Martinas incumplen promesas ¿hechas a desconocidos y con las facultades mermadas? sí, pero promesas a la postre, y nosotros vamos a darle ese premio.
Hemos pedido una ensalada, dos ragut napolitano y un pescado.
Nos han traído dos ensaladas, tres ragut y un pescado.
Y el idioma no puede haber sido la causa del malentendido, porque de 4 camareros que nos han atendido, 3 hablaban perfecto español: la dueña, su hija y el salvadoreño que no me acuerdo cómo se llama. ¿Por qué sucede esto? ¿Mala fe? No lo creo. Mi tesis es que la comunicación entre los seres humanos es una pura casualidad. Que no entenderse no es la excepción sino la regla. El talante de las personas que nos han atendido era amable, sus ganas de hacerlo bien con unos españoles a los que había enviado su hermana, evidentes. La hija nos ha contado sus años en Canarias con detalles de días, y luego su vuelta a Italia. Y además no escatimaron en explicarnos los platos y la carta. Y cuando llegó todo, todo estaba mal. Menos el pescado. La carta estaba en italiano e inglés y nosotros hemos pedido insalata pensando en una ensalada completa y nos han traido solo lechuga huérfana. Hemos pedido ragut pensando en un guiso de carne y nos han traído un plato de pasta con un trozo de carne encima, también huérfano. El pescado traía pasta de guarnición que era justo lo que no queríamos comer porque desde que llegamos todo ha sido pasta. Ragut, ensalada y pescado eran una opción de no-pasta, eso creíamos. ¿Por qué nos ha pasado esto? Pues porque el destino ha querido demostrarnos que no controlamos nada, que nosotros no elegimos nada, que no entendemos nada… Y debemos agradecerle al señor destino que haya elegido esta forma tan leve de aleccionarnos, de poner de manifiesto nuestra insignificancia y no despeñando el autobús o explotando el volcán.
Regresamos al apartamento a pata con el voto en contra de Carmen. Un par de malas decisiones convierten los 750m que cantaba Google maps en el inicio en casi 2 kilómetros. Y donde esperábamos llanura de Soria aparecen un par de Annapurnas. Llegamos al apartamento y cada mochuelo a su olivo.
Ah, se me olvidaba, esta mañana, en el café de las madres pijas, no había tostada con aguacate, se les había agotado.