Dormí unos cuantos años, no tantos, con una mujer pesimista.
Si al levantarse estaba lloviendo se quejaba: qué asco de día. Si hacía sol se quejaba: uf, qué calor. Yo me estresaba tirando de su brazo hacia arriba, hacia la superficie, intentando demostrarle que se equivocaba, ella prefería ahogarse en sus pesimismos.
Ahora que lo pienso: uf, qué pereza.
Tuve amigos con tendencia a ver todos los vasos medio vacíos, tuve amores grises como el cielo de Chernobyl. Al final acabas alejándote como única forma de evitar que la enfermedad que afecta a su mirada acaba contagiándote.
No soy el más optimista de mi generación. No soy unas castañuelas 24/7. Pero lo intento.
Uno de los comportamientos más tóxicos de los pesimistas es llamarnos a los demás ingenuos, tontos, frívolos. Como si el juicio cabal, la reflexión intelectual o la razón pura tuvieran que ser siempre graves, graves de UCI. Tengo que reconocer que durante un tiempo me afectaron estos desprecios. Ahora ya no, hace tiempo que, a los pesimistas, a los llorones, ni agua.
Hola, soy Oscar Rivilla y fui adicto a los pesimistas. Ya no. Que les den.