No hay nada que me resulte más evocador que una casa abandonada.
Como esta, en medio de la nada islandesa. De repente me asaltan las mil y una historias que nunca sucedieron en ese lugar. Las trifulcas, las pasiones, las soledades y las alegrías que ocurrieron entre esas cuatro paredes. Todos los veranos que se otearon a través de esas ventanas, todos los inviernos que acorralaron a las personas que allí vivieron. Las lunas de cristal, las heridas, las muertes y las vidas., los viernes y los martes, las hambres, las ausencias, las cosas que se preparaban en la cocina. Y otra vez, al alejarme, al seguir mi camino, se van desdibujando esas historias inventadas. Entonces se perfila una certeza: la de que fueron mis propios fantasmas los que ocuparon fugazmente ese escenario, mis trifulcas, mis pasiones, mis soledades mis alegrías, disfrazadas, maquilladas, caricaturizadas. Para contarme algo. Y por qué aparecen mis fantasmas en las casas de los demás, por qué no en la mía. Será que en mis casas vivas los tengo acogotados, y en esas casas moribundas de los caminos se desinhiben. Quizá.
El caso es que no hay nada que me resulte más evocador que encontrar una casa abandonada. Sí, ya sé lo que estás pensando, que me lo tengo que hacer mirar.
Un día de estos, cuando tenga un rato.