Antes de conocerla yo suponía que el pragmatismo y el romanticismo estaban reñidos, ahora tengo pruebas concluyentes de que no sólo están reñidos: son incompatibles.
La conocí en un bar. Si. ya sé lo que me vas a decir, que a todas las conozco en un bar. Bueno, es que yo he tenido una época… en la que he frecuentado bastante los bares. Además, será mejor conocerla en un bar que, por ejemplo, en una comisaría, en la oficina del INEM, en misa, y no digamos en un quirófano ¿no?
No me interrumpas, que se me va el hilo. Decía: la conocí en un bar.
Nos habían liado unos amigos comunes para una de esas citas a ciegas, «dos solteros en apuros», debían pensar, «tienen cosas en común» o alguna ocurrencia por el estilo. El caso es que yo acepté, por amor al riesgo, al azar, a la aventura… Ella no sé por qué aceptó.
Al verla pensé en que le sentaba tan bien la ropa que llevaba… y si lucía tan elegante sobre su cuerpo ¿no habría de quedar tan estupendamente encima de una silla? Habría que comprobarlo. Ella no sé que pensó. Algo recíproco, o algo parecido, o análogo. Quizás. Intercambiamos sonrisas mecaesbien y pedimos algo de beber.
—Nos han puesto 13 aceitunas, tocamos a 6 y media, pero te regalo mi 50% de la última. Por tanto me como sólo 6 y tú 7 —dijo.
—Glups —pensé.
Lo dijo con un guiño cómplice y seductor, con la cara de autocomplacencia que pondría en una película de los 40 el galán cuando abre la caja de un collar o alza en el aire un ramo de rosas. Bueno, quedaba claro que era una mujer que se fijaba en los pequeños detalles: media aceituna es un detalle bastante pequeño. Era generosa, eso resultaba obvio: quien nada más conocerte ya te regala media aceituna qué no te regalará en el 25 aniversario. Y además era ecuánime. Y, hay que reconocérselo, dividía fenomenal.
Pero… también podría ocurrir que, dado que la aceituna tenía hueso, esta circunstancia la hubiera desanimado de dividirla disfrazando de esplendidez algorítmica lo que sólo era sentido práctico. Estuve a punto de desconfiar pero me salió la vena optimista, y el ínfimo gesto me excitó como te excita lo que no te esperas. Mas un momento antes de aceptar el regalo e hincarle el diente a la susodicha me asaltó la idea de seguir el juego.
—No, por favor, cómetela tú —diije con un gramito de sarcasmo.
Un silencio estremecedor se apoderó de la escena como si la aceituna fuera una bola titubeando en la red en un set ball de Nadal en Roland Garros y el público estuviera esperando a ver si caía de un lado o de otro.
Abrí de nuevo el incómodo paréntesis cogiendola entre el índice y el pulgar metiéndomela en la boca. A la aceituna, se entiende. Nadal ganó el punto. Salí del apuro.
Y a la semana siguiente nos vimos otra vez. Empezamos a quedar a menudo. Y un día me dividía una ración de calamares a la romana, y otro se empeñaba en partir en dos hasta los 3 decimales lo que marcaba el taxímetro… pero ya no me daba siempre la ventaja. Había establecido que el redondeo favoreciese a uno y otro sucesiva y rigurosamente. No le gustaba ir al cine porque pagar cada uno su entrada carecía de intríngulis alguno, y a la vez, dilucidar si los dos habíamos comido la misma cantidad de palomitas de un cubo a medias, en la oscuridad de la sala, era tan imposible como estimar el número de cucharadas soperas que tiene el Mediterráneo. Esa mezcla de súper fácil e imposible parecía incomodarla, de cine nada.
Me divertía mucho esta manía suya, era tan graciosa, le daba un punto simpático… entonces yo no sabía que las manías que en el fulgor de los primeros días resultan más simpáticas son las mismas que luego se hacen ¡¡insoportables!!
—¡DEJA YA DE CONTAR LOS PUTOS ALTRAMUCES! —grité un día en un bar de Navalmoral de la Mata donde habíamos parado de camino a Mérida, porque ella tenía necesidad de ir al servicio y nos dio corte usar los baños sin tomarnos algo.
La concurrencia, formada a aquella hora por camioneros y otros profesionales de la carretera, se volvió hacia nosotros, muda de palabras pero muy expresiva en el gesto. Una lágrima brotó en el párpado inferior de su ojo derecho, su tristeza pujando con mi vergüenza… ¿cómo podía ser tan grosero?
Intenté arreglarlo.
—Hay 17 altramuces, te regalo mi medio.
Con la tristeza más grande que se haya visto en un bar de Navalmoral de la Mata (de los de carretera) y temblándole la voz contestó: No me gustan, pensaba regalártelos todos, justo hoy que hacemos 7 meses. Además, has contado mal, hay 18, no había por qué discutir.
Subimos al coche y el resto del camino silencio.
Silencio y remordimiento. El caso es que había gritado y eso estaba mal, pero yo ya no aguantaba sus cuentas. A ver, no es que apretase el tubo de dentífrico por la mitad, es que pintaba una rayita con rotulador indeleble para marcar cuál era exactamente la mitad. No la soportaba, me sacaba de quicio.
A la altura de Torrecillas de la Tiesa, dí la vuelta sin dar explicaciones. Habría sido más conciliador dar explicaciones sin dar la vuelta pero Mérida ya no tenía sentido para nosotros. El resto de la A5 tampoco. Todo había terminado. Y en la decreciente kilométrica hacia Madrid aprendí que el silencio no es divisible excepto por sí mismo.
Así que el silencio debe ser primo.
Comentarios
Una respuesta a «Mi amante aritmética»
Muy bueno… un amigo aritmético