Estábamos tumbados en una cama, una que no era suya ni mía.
Mirando al techo, era un después pero ninguno de los dos fumábamos.
Arropados sólo con un silencio tipo edredón, de esos que crean más intimidad que todas las palabras amables de un diccionario. Y me dijo: ¿Tú sabías que en este colchón, justo ahora, justo debajo de nosotros, hay cientos, miles de pequeños insectos, que nacen, se mueven, comen, defecan, se reproducen y mueren, practicamente igual que nosotros?
Me cortó todo el rollo.
Me conoces bien y no te sorprende que yo, después del sexo, estoy muy vulnerable, es mi momento metafísico. Y escuchar esa observación, que seguramente era cierta, me conmovió profundamente, diría que cambió mi vida. A partir de ese día cada vez que me sentaba en un sofá pensaba en los ácaros, si veía una alfombra, en toda la fauna que albergaba, sentía los bichitos correr por las mismísimas prendas que me ponía. Y si entraba en una de esas casas con suelos impolutos de cerámica, asépticos como el suelo de un quirófano antes de que empiece a salpicar la sangre, me entraba una pena muy grande de que no hubiera retaguardia ni rincón posible donde se pudieran desarrollar las vicisitudes propias de esos bichitos minúsculos, sus microscópicas circunstancias y por ende las nuestras.
Yo no sé si mi amante entomóloga me quería, pero lo que está claro es que me observaba al detalle. Me analizaba. Me estudiaba. «Te ha salido una arruga en la comisura de la boca» «Siempre doblas la toalla de las manos hacia la derecha y hoy lo has hecho en el otro sentido ¿hay alguna razón?» «Hacía meses que no te ponías esos pantalones, concretamente desde el 16 de septiembre». No eran reproches, no había inquina, había sólo queratina, me miraba a través de su lupa, me analizaba hasta el infinito y más allá. A mí, reparar en mis cosas microscópicas me causaba mucha desazón, la verdad, ya tiene uno bastante con los defectos gruesos.
Por otro lado resulta muy halagador que alguien se fije en todos tus pequeños detalles, pero sólo hasta ese día en que se te pasa por la cabeza que está buscando el mejor sitio en que clavarte un alfiler, rociarte con laca del pelo y exponerte en una cajita. Miraba, miraba, pero cada vez se implicaba menos. Y no estoy hablando sólo del momento de fregar los platos.
Fue ella la que me cazó, lo tengo claro. Y a su lado con el paso de los meses yo me fui haciendo pequeño y pardo-negruzco.
Dicen que en realidad no somos otra cosa que los que los demás ven, que existimos en la medida en que alguien nos mira y dice nuestro nombre. ¿Qué pasa entonces cuando quien te mira te ve dentro de una taxonomía, insignificante, artrópodo perdido? Ya te lo digo yo, estás bien jodido.
Unos días me sentía bastante cucaracha, me encerraba en el baño y si alguien tocaba la puerta o inadvertidamente encendía la luz no podía reprimir el salir corriendo a refugiarme en la bañera. Otros días era una anónima y estúpida hormiga caminando inexorablemente hacia su triste y gregario destino. Hacía esfuerzos por reinventarme, me ponía guapo y salía a la calle de mariposa, pero en cuanto me veía reflejado en los vidrios de un escaparate me veía como un auténtico capullo. Los días mejores era un mosquito zumbón de esos de vida disoluta, cargados de optimismo, liviano y sin más preocupación que encontrar un tobillo tierno al que echarle un picotazo.
A medida que mi autoestima menguaba iba reafirmándome en que de la manera que fuese tenía que huir. Pero para huir uno necesita una coartada, un argumento, un par de razones, aparte de un par de piernas, claro, pero eso no era problema, yo tenía 6.
Un día abrí el armario, trepé como pude hasta el altillo, dejé caer la maleta que del golpe se abrió, introduje mi traje de Spiderman, unas cuantas mudas y arrastré la maleta hasta el ascensor. El portero se asustó un poco al ver una maleta sola en el ascensor, y un poco más al ver que se movía, pero los porteros están acostumbrados a oir, ver y callar, y si algo no les produce beneficio o perjuicio, ni se inmutan. Me dejó salir.
El aire de la calle me hizo crecer. Al momento. Volví a ser más o menos yo, si es que eso existe.
Sé que tú también te has sentido así alguna vez, es como volver a nacer.
Me acerqué al borde de la acera y grité «Taxi» y un taxi paró.
Estaba libre.
NOTA: La foto la he cogido prestada de este blog
Comentarios
Una respuesta a «Mi amante entomóloga»
Esto me ha encantado, esta sensación:
«El aire de la calle me hizo crecer. Al momento. Volví a ser más o menos yo, si es que eso existe».
No sé si será como volver a nacer, dicen que ese trance de nuestra vida es un paso traumático. Por suerte, yo no lo recuerdo bien, era muy pequeña… Tenía más o menos cero años. Pero sí, la sensación es como la de encontrarte de golpe respirando aire limpio en la cumbre de una montaña, o … (bueno, he censurado lo que aparecía aquí, pelín escatológico tras la cursilada de lo de la montaña…). Pero, vamos, aliviado. Muy. Tú me entiendes.
Chao