Era una mujer sencilla, sin vericuetos ni tensiones, familiar, popular, iba de frente. De las doce notas en las que sonamos la matoría de los humanos, ella había elegído sólo cinco, tenía cinco notas nada más, y se diría que le bastaban: era mi amante pentatónica.
Yo creo que nunca te he hablado de ella. Mi amante histriónica o la psicópata o la eléctrica eran mucho más llamativas. Es mucho más difícil hablar de las personas discretas que de las estrambóticas, también es más difícil enamorarse de ellas, carecen de prestidigitación, son sólo lo que son, no hay backstage, no hay tramoya.
Éramos compañeros de trabajo, en sentido estricto. Sin roces, sin insinuaciones, sin tensión. Alguna vez coincidimos en algún proyecto y tuvimos que pasar más horas juntos, pero incluso en esos momentos, nada ¿cómo si fuera un hombre? Como si fuera yo mismo. Sólo hablábamos del trabajo. Lo empezábamos, lo terminábamos y a otra cosa, mariposa. Si algo había sorprendente era la ausencia total de sorpresas. Tenía más feeling con la grapadora que con ella.
Es verdad, que yo entonces vibraba en una tesitura entre Stravinski y Coltrane, con momentos de disonancia manifiesta, con mucha improvisación. Solos vertiginosos y dúos episódicos, fugaces, intensos pero perecederos. Noches Tanqueray que se convertían en mañanas Ibuprofeno. Por eso no me fijé en ella al principio. Oscilábamos en frecuencias distintas. Debió ser eso.
A los dos años empezó a llamarme la atención precisamente esa normalidad, esa ausencia de emociones, ese fluir. Y un día me percaté de que enlazaba los movimientos y las palabras con armonía, que había algo esencialmente equilibrado en aquella mujer.
El caso es que a medida que iba desarmándome de sostenidos y bemoles, la vida empezaba a parecerme simple, serena. En algún momento, sin premeditación ni alevosía, coincidieron nuestras coordenadas espaciotemporales fuera del horario laboral. Luego también las coordenadas hormonales. Sin enamoramiento, al menos no de la manera típica, apasionada y tal, pero disfrutando de la consonancia que supone compartir¡ hábitos sobre por dónde se presiona el tubo de dentifrico, la posición de las persianas durante la noche y la hora de salir de la cama un domingo.
Habitamos durante 3 años un territorio previsible. Las cinco notas de mi amante cambiaban discretamente de orden, de duración, a veces sonaban stacatto y otras se sucedían ligadas. El único problema de ese país tan estable es que hace frontera con aburrimiento. Y la frontera es muy delgada. Y no hay aduanas. Y lo mismo estás en este lado que en el otro sin darte apenas cuenta. Sí, me dirás que las combinaciones de 5 notas pueden ser infinitas, y tienes razón, pero más infinitas son las combinaciones de 12 notas ¿no? Quizá no.
El sexo empezó a parecerse a una balada country a medio tempo y siempre terminaba con un movimiento de cadencia perfecta. Demasiado cadencia y demasiado perfecta. Tuve yo la culpa, así lo siento. En un momento dado, no sabría precisar cuándo, la atmósfera de nuestra relación se contaminó con el hilo musical de un restaurante chino de barrio, no de los que se han convertido en «asiáticos» sino de los de rojos, dorados y dragones de toda la vida. Y se me atragantó. ¡3 años sin una discusión! Eso no hay quien lo aguante.
Sólo hay una cosa más terrible que decirle a alguien que ya no la quieres, que es hora de decir adiós, y es que no se enfade, que no te haga un reproche, que no se entristezca… que no le dé al acto ni una milésima de la importancia que tú le has dado durante semanas mientras lo anticipabas dentro de tu cabeza. Así sucedió, como si hubiera estado esperando mi salida de tono, como si nuestro final estuviese escrito en una partitura que ella conocía y yo no (siempre he tocado de oído), cogió sus 5 notas y se marchó. Y yo me quedé con cara de tonto, de noentiendonada. Me enfadé, grité, me entristecí y reproché, pero lo hice al vacío, ella ya se había ido.