6 de la mañana, madrugón.
Taxi al aeropuerto.
Nos movemos como osos panda que han mojado el bambú en diazepam.
No sólo nosotros, el aeropuerto entero está resacoso y la voz de la megafonía en lo único animado. ¿Colacao o colocá? Nunca lo sabremos.
Pensábamos que el avión iría medio vacío. ¿Quién demonios va a ir un martes de febrero a Estocolmo? La compañía nos puso ayer un mensaje: Os damos el doble de lo que habéis pagado si no venís.
—Mala señal —advirtió Gisela— eso es que está lleno.
Doble o nada, viajar en avión cada vez más parecido a ir al casino.
Es inevitable mirar a los que esperan contigo, en la cola del check-in o en la sala de embarque. A la postre vas a compartir tus próximas cuatro horas con ellos en una caja metálica a veintemil pies de altura, a vida o muerte, para bien o para mal vuestros destinos están unidos.
Varios pasajeros lucen ropa con el logotipo de Milwaukee, la marca de herramientas. A un humilde profesional de las reformas esto le ablanda el corazón, estoy tentado de acercarme y darles una tarjeta de mi SML (Sociedad Muy LImitada) pero decido actuar como un topo. Por retazos de conversación me entero de que hay un congreso en Suecia: “El tornillo rosca-chapa: Situación actual y perspectivas de futuro” por el mismísimo Billy Milwakee. Está prevista la asistencia de una pléyade de estrellas del sector metalúrgico: John Deere, Gunter Bosch, Yosiuro Makita y ¡los mismísimos Black & Decker!
¿Soy yo que he engordado o los asientos están cada vez más juntos? Da igual qué aerolínea elijas, hay clase business y clase sardina. Y a las sardinas, en el embarque, se les hace pasar por business para que vean lo que se pierden por ser pobres, tacaños o ambas cosas. Cuando yo era joven, alguna vez el comandante abría la puerta y podías visitar la cabina. Ahora no se atreven, tienen miedo a que el pasajero se apalanque con tal de no volver a su asiento.
A Susana y a mí nos han tocado asientos consecutivos pero separados por el pasillo. Nos gusta ir juntos porque en una fila de tres asientos, ocupando dos, si se produce alguna votación tenemos mayoría absoluta. Posición de la persiana, posesión de los reposabrazos, luces superiores, dirección de los chorros de aire, quién pone su cuerpo para tapar el agujero que se ha abierto en el fuselaje… estas cosas son susceptibles de votación y se hará lo que nosotros digamos siempre que mantengamos la disciplina de voto. Pero bueno, la intención de este vuelo es recuperar algo del sueño perdido, si acaso ver una peli. A mí me han tocado de compañeros dos ferreteros, pego la oreja para enterarme de las innovaciones del sector. Y a Susana una sueca voluminosa con su novio, la mitad del viaje acaramelados y la otra jugando a las cartas. Pobre Susana, casi habría preferido bebé llorón.
Como vamos a un sitio con nieve y lo hacemos volando, me ha parecido oportuno descargarme La Sociedad de la Nieve de José Antonio Bayona, ya sabéis: la del avión que se estrelló en los Andes. La película está obteniendo muy buenas críticas, muchos premios, y antes de que me la estropee algún amigo contando más de la cuenta… nah, tontunas, si hay una peli inmune a los spoilers es esta, todo el mundo sabe lo que va a pasar. Además la duración se adapta bien a la del vuelo, es larga de narices.
Mientras despegamos, despega también el equipo de rugby uruguayo, perfecto. Mientras atraviesan los Andes, sobrevolamos los Pirineos, qué buena sincronización. El accidente sucede justo cuando nuestro avión coge una turbulencia y se me ponen de corbata, esta no me la esperaba. Me repongo del susto y cuando me entra gazuza y abro el bocata de lomo embuchado que me ha preparado David, zas, viene la parte en que tampoco los supervivientes de la peli pueden aguantar el hambre. Demonios este paralelismo me descoloca. Mastican los supervivientes, mastico yo. Lomo, lomo. Debería haberme traído una manzana, porque la chacina… con esta peli… guardo el embutido para otro momento porque me está sabiendo raro.
Aterrizamos sin novedad. Han tenido la delicadeza de pasar el quitanieves por la pista.
Nuestras maletas salen las últimas y me da tiempo a leerme los carteles de la zona de espera. Pero como están en sueco no me aprovecha mucho. Han decorado la sala con fotografías de suecos famosos, pero no tan famosos como para que yo los conozca. De todos los suecos de la historia conozco a una docena: ABBA, Bjorn Borg, Olof Palme, Ingrid Bergman, Anita Eckberg, Greta Garbo, los Roxette, los Cardigans, los Europe… ¿Dónde están? Probablemente esperando en otra sala de recogida de maletas.
En el aeropuerto nos recoge Gunnar que se ha traído a su perrita Leía de copiloto. Gunnar es el marido de Birgit. Trabajó en un banco sueco durante muchos años, tanto en Suecia como en las filiales en São Paulo, y Madrid. De ahí viene el nexo. A los cincuenta decidió que no quería pasarse el resto de sus años mozos paseando la mirada por cantidades de dinero en una pantalla, que prefería mirar cantidades de gente y cantidades de árboles. A Gunnar, como buen sueco, el frío le resbala. Viste una chaqueta y un gorro de lana y cuando le preguntamos afirma que los actuales -2ºC se le antojan muy primaverales.
Birgit, su parienta y madre de sus hijos, es también sueca. Rubia como se podría esperar, pero menuda y friolera a pesar de su linaje. El trabajo de su padre le hizo vivir de niña en África y Alemania, luego los estudios la llevaron a Francia. Un trabajo de azafata a un montón de países para sólo un rato. Después, con Gunnar y sus hijos, España, ahí fue cuando lo de la papiroflexia y luego Sao Paulo en Brasil. Lectora incansable, le atraen la historia, la política y el arte. Habla sueco, alemán, inglés, francés y un aceptable español. Más o menos cuando a Gunnar le dio el siroco de dejar el banco a ella le llegó un vendaval de espiritualidad. Y decidió hacerse cura. Cura y sueca es una combinación estupenda para que no falte la conversación, los cuatro españoles estamos de acuerdo. Y todavía más cuando Gunnar nos dice que no tiene claro que no siga siendo atea.
Gunnar nos propone dar un pequeño rodeo y enseñarnos la granja donde nació. Aceptamos encantados porque puede que sea nuestro único contacto con la Suecia rural. La granja está a unos 20 kilómetros de la capital. Sus abuelos vivían aquí y aquí criaron a su prole. Entre vacas, caballos y trigo en verano y nieve en invierno. Luego la familia se disgregó por Suecia y parte del extranjero y la granja y sus tierras se dividieron. El padre de Gunnar fue uniéndolas otra vez, al final ha sido Gunnar quien, en su periplo de alejarse del trabajo de oficina, está recomponiendo la granja, transformando las casas de los peones en casas para alquilar y poniendo la suya bonita.
Hay 13 caballos, nos dice. Con sus al menos 52 herraduras, 13 boxes, 13 sillas, 4 mozos, 5 horcas para mover el heno, 10 mangueras, 14 palas, 4 carretillas… el caballo necesita muchos accesorios. Y cada uno de los que vemos en el campo lleva su abrigo. El caballo es un animal que ha evolucionado en los últimos milenios al lado del hombre. Mucha sumisión, mucha resignación… pocos gatos y pocos perros han muerto destripados en las guerras, o en las plazas de toros; o deslomados tirando de carretas. Eso por no hablar de la humillación de los desfiles, caballos hechos y derechos levantando la patita al compás y con el penacho de plumas… una vergüenza. Pon tu un gato con orejeras y tocado de plumas en una parada delante del rey, ya verás el resultado. Si algún día la inteligencia artificial permite entrevistarlos
—Caballo ¿qué opinas de los humanos?
—Unos cabrones, no hay uno bueno.
Gunnar nos lleva a unas piedras rúnicas que hay en su propiedad. Son monumentos que tienen inscripciones en alfabeto rúnico. Datan de la época de los vikingos y se sitúan próximas a enterramientos. Gunnar dice que tienen 2000 años. Dos menhires de metro y medio de alto con una inscripción que dice: “Erik Anundsson, en recuerdo de su padre Anund, un fulano pinturero y garboso. Zangolotino, pero amigo de sus amigos. Con cariño”. O algo así. Yo no quiero desanimar a Gunnar, pero en Segovia tenemos, también de hace 2000 años, el acueducto, bastante más currado.
Las casas de madera pintadas de rojo, con sus ventanas iluminadas, indicando “aquí hay un ser humano esperando la primavera” se levantan sobre el suelo blanco.
La casa principal no es roja. De madera las puertas, de madera los suelos, de madera todo menos las chimeneas, ahí han estado finos. En Suecia se trabaja mucho y bien la madera, le sacan mucho partido. La casa tiene cuatro estufas de azulejos de cerámica de suelo a techo, con una pieza de hierro y tubo que serpentea dentro. Han tenido que ser bien duros los inviernos aquí. Gunnar nos hace el tour completo de la casa y se le nota que para él es más que una casa, puede escuchar los ecos de las voces de personas queridas que ya no están. Verse a él mismo de niño, antes de lo del banco.
Gunnar y Birgit viven en una zona residencial al norte de Estocolmo, Danderyd lo llaman. Cada vivienda tiene su jardín de distintos tamaños pero exactamente del mismo tono: blanco níveo. Es una casa grande, bonita, decorada con mucho gusto, ordenada y sencilla, y en lo térmico, muy acogedora.
Llega Birgit de Uppsala donde estudia y después de abrazos y besos nos ponemos a charlar en el salón. No nos aguantamos más.
—A ver, explícanos eso de que te estás haciendo predicadora.
—Lo primero es que el escalafón tiene dos categorías: diácono y sacerdote. El sacerdote es primera división, dice misa, bautiza, casa… lo gordo. Los diáconos estamos más en la parte de ayudar a la comunidad, ayudar a los pobres, los enfermos, los ancianos, y los solos, que en este país son legión. Yo me estoy preparando para diácono, aka currante, aliviador de desdichas: segunda división. Los sacerdotes tienen que estudiar unos años de teología, nosotros no. A mí, mis estudios de enfermera me dan muchos puntos para diácono. La mayoría de los estudiantes para diácono son mujeres. La mayoría de los que estudian para sacerdote (los que mandan) son hombres, aunque la obispa es mujer, y homosexual.
Se me ocurre que la iglesia católica apostólica y romana también tiene muchos homosexuales entre los curas y seguramente también entre las monjas, incluso entre los obispos, pero los tiene metidos en armarios. En vista de que ninguno de los sucesivos Papas se animaban a sacarlos de ahí, han tenido que ir unos periodistas a sacarlos. Siglos diciendo que Dios es amor, pero parece que sólo del tipo de amor que a la curia le da la gana. La obispa primada de Suecia es mujer, y lesbiana declarada. ¡Chúpate esa Francisco!
Nos llevan en coche a cenar a Sodermalm, el barrio al sur de Estocolmo que fue obrero, luego lumpen, luego hippie y ahora cool. Es de noche, todo está nevado y la luz lechosa de las farolas se refleja y multiplica, no parece de noche sino un decorado. Con toda esta nieve esponjosa en las calles me sorprende que no hayamos visto ningún sueco tirando bolas, ni niños, ni mayores. ¿Qué les pasa? A ver si va a ser una afición española. Susana toma la iniciativa y la seguimos. Los suecos nos miran entre un “perdónalos, señor” y un «yo no los conozco de nada».
En el restaurante nos atiende un sueco de color negro que es una cosa que en tiempos de los vikingos no había. En la carta muchos términos en español. España, lo saben en todo el mundo, es comida y fútbol. Y sol y playa.
—En esa calle estaba mi primer apartamento. Entonces era un barrio peligroso, míralo ahora —dice Birgit.
Entre la ida y la vuelta en coche, Gunnar nos ha ido contando por dónde pasábamos, como un freetour acelerado y personalizado.
Después de lavarnos los dientes y ponernos el pijama, nos asomamos a la ventana. Como críos miramos embelesados el paisaje nocturno. Sigue nevando. Vemos aparecer una cierva con dos cervatillos, hurgando en el suelo del jardín buscando comida, tranquilamente, más bucólico y se me hace el culo margaritas.
Susana se mete en la cama y yo me quedo un rato mirando. Madre mía, esto es de postal. Voy a quedarme un rato que lo mismo pasa Santa Claus.