Me levanté a las 3,45 en Madrid y en el momento de escribir esto son las 1,45 en España y las 0,45 en Islandia, así que llevo 22 horas seguidas de aquí para allá. Son muchas horas pero como decía mi abuela sarna con gusto no pica.
Los aviones son un milagro tecnológico, sí, y un despilfarro energético, también. Si no, pregúntale al planeta. Las emisiones de CO2 de mis viajes de hoy, me pregunto a cuántos chuletones de ternera madurada equivaldrán, puestos a tener cargo de conciencia lo mismo la próxima elijo vaca.
Los que vamos muy de vez en cuando a la cosa aeroportuaria notamos más los cambios paulatinos. El primero que yo he notado es que la superficie comercial va ganando terreno, al final el aeropuerto acabará siendo todo tienda. Quedan por colonizar el control policial, yo aquí veo tiendas de calcetines para evitar el sonrojo del tomate y detectores portátiles «regístrese usted mismo». Y, por qué no, camisetas de «soy bueno»y «loca academia de policía», pasamontañas de terrorista y chalecos de explosivos de juguete para los niños. En la pasarela del finger y al pie de la escalerilla un puesto de amuletos, estampitas y tal, si no has tenido un mal augurio en este punto del recorrido es que no eres humano. En los bordes de la pista de despegue yo pondría mercadillo. Como son tan largas dan para medieval, hiede artesanía, hippie y rural, con sus fajas color carne y sus encurtidos, Y unos food trucks, o food planes, con comida informal pero cool. Una sirena que avise para despejar la pista el momento del despegue o aterrizaje.
Con el recuerdo del domingo en Aracena, con su solito, su vinito y su comida rica, sólo sobrevolar Frankfurt ya da un poco de pena. La locomotora de Europa es un purgatorio con dos clases: la mala, la de los que curran como esclavos y la peor, de los que aspiran a currar como esclavos. Si esto es una sociedad desarrollada, con su pan se lo coman. Botellita de agua 4,50€, cómo no va a comprar la gente ginebra. Evito la botella y me compro un yogur alemán hípervitaminado con sus frutas por encíma, y un café solo que la gazuza consigue que me sepa a gloria.
El avión para Reikiavik va medio vacío. Mi conciencia ecológica se hace cruces pero mi trasfondo comodón lo celebra con fuegos artificiales ¡¡¡3 asientos para mí!!! Pasillo, ventana y medianillo, extiendo toda mi guarnición de viajero sin preocuparme y me siento como una sardina con toda la lata para ella sola.
En los aviones de antiguamente cuando salía la azafata con el carrito sabías que era gratis. En cambio en las líneas de bajo coste, cuando sale la azafata sabes que todo es de pagar. Y en las líneas aeréas oficiales como Lufthansa, en la que voy, la incertidumbre es grande. La chocolatina y la botella de agua eran free, todo lo demás, de pago. A proopósito, la chocolatina Lufthansa, estaba riquísima alguien debería decirle al CEO que está perdiendo dinero con los aviones, yo me centraba en la chocolatina.
Al llegar a. Reikiavik, eran las 15 de España, el hambre acechaba y la maleta que no salía. Rodeando a las cintas, allí donde a la fuerza hay que esperar: tiendas y más tiendas. Chocolates y alcohol de alta graduación cubren la mayor parte de la superficie. Buscando algo salado, he comprado un tentempié vikingo: virutas de carne de ternera seca, Lamb Jerky. A precio de jamón de bellota un chicle salado que roer. ¿Tü sabes la última parte del jamón, esa carne pegada al hueso que casi está seca y dura como la pata de Perico? Pues justo eso.
Reikiavik me ha recibido nevando, como debe ser. Lo más parecido a la tundra que yo haya visto debe ser este paisaje con ventisca. Bus hasta el hotel. Abro la maleta, bebo la deliciosa agua islandesa de grifo y cuando bajo a ver a Geir. “Vente conmigo que tengo que tocar en un restaurante” Yo digo que si. Digo que si en la vida a muchas cosas. Esta actitud casi siempre tiene como consecuencia cosas buenas. Esta noche… mi mente había pensado que el restaurante estaba en Reikiavik pero resulta que le voy a añadir 60 km de ida, y otros 60 de vuelta a mi kilometraje y estos por carreteras nevadas en la noche invernal.
Una de las cosas que más me llaman la atención de Islandia son los umbrales, las puertas. A un lado una naturaleza hostil, cruel a ratos. Y al otro, dentro, la más acogedora de las realidades, calor. Cualquier bar o restaurante, cualquier hotel es hogar en Islandia, y los hogares lo son aún más. Son refugio, como decíamos en los juegos infantiles ¡casa!. En España los hogares no lo son tanto, porque la calle es también, csi todos los días del año, bastante acogedora. El restaurante al que nos lleva Geir es muy hogar. El piano de cola y los talentos del cocinero y de Geir no han sido suficientes para congregar un buen público en esta noche de perros. La nieve afuera sigue acumulándose y produce un placer íntimo ver nevar con esa furia a través de los cristales mientras nos sirven la cena. Digo “nos” porque en el coche de Geir venían Bernie Dressel, “Geir siempre dice Bernie Dressel, pero llámame Bernie”. Geir siempre dice los apellidos de los músicos ilustres que lo rodean, si tienen 3 Grammys y han sido nominados 8 veces (para un batería esto es estratosférico) entiendo que Geir insista en el apellido. Bernie es un tipo simpático que chequea todos los vinos de la carta con su móvil para llegar a la conclusión de que tomará una cerveza y su novia que nos acompaña también es maja. Vienen de California, que es como la Huelva de Estados Unidos, y está tan encantada con la nevada como yo.
De vuelta al hotel, ducha y cama.