Puse la alarma a las 7 pero el iPhone me despertó a las 8.
Bajo a desayunar y ya estaban en ello Geir y los americanos que acababa de traer del aeropuerto: John Depatie (guitarra), Chris Roy (bajo), Don Randi (piano y director musical), Brandon Fields (saxo) y Harry Kim (trompeta). En la época pre Covid había 2 posibilidades, apretón de manos o abrazo, ahora hay 12, esto da mucho juego y es una gran oportunidad para la creatividad.
Siri, para la próxima: si tienes dudas si es a la hora española o la islandesa, pues preguntas.
Algo tienen los músicos que, cuando se juntan, el 75% del tiempo lo dedican a hacer chistes, chistes de músicos. No sé si pasará lo mismo con los electricistas, me son más ajenos, a lo mejor también hacen chistes de músicos. No sé. Cuando hay alguien que no es del gremio musical se aburre hasta el suicidio.
Mientras me tomo mi yogur con cosas, mi fruta, mi fiambre y mi café, ellos no lo notan pero mi cerebro echa humo para conseguir entender lo que dicen. Americanos que llevan muchas horas sin dormir, hablando entre ellos en americano, sazonando con sarcasmo e ironía cada frase, el esfuerzo cerebral es tal que, según llega a la sangre la glucosa que estoy ingiriendo, se quema. Noto los fogonazos a nivel celular, y cuando me levanto de la silla, ya tengo la digestión medio hecha.
Geir me ha dado las llaves de la furgoneta y me ha nombrado conductor titular. Hasta las cinco, muchachos. Los americanos a dormir, Geir a sus cosas y yo a la aventura. Si ayer el frío lo vi desde las ventanas, con el culo caliente, hoy he decidido enfrentarme al invierno ártico y que sea lo que Dios quiera.
Desde niño mi encuentro con la nieve ha sido en dos fases experienciales consecutivas. Fase 1: joder, qué bonito. Fase 2: joder, qué frío.

Salgo del hotel en fase 1. Como mi calzado no reúne las mínimas condiciones de adherencia voy por la cuesta abajo como una abuelita borracha de 90 años trasplantada de cadera a por el pan, midiendo cada paso milimétricamente. De hecho 3 abuelitas de 90 años con las caderas trasplantadas me adelantan por la derecha, islandesas tenían que ser.
Camino hacia el centro por las aceras nevadas y, aunque el gorro ruso me calienta las orejas, antes de llegar a la segunda esquina mis pies anuncian la inminente fase 2: joder, qué frío. Pero como quiero que Amundsen esté orgulloso de mí, no me rindo ante los uno o ningún grado del termómetro y sigo adelante.

Si en el bosque puedes adivinar cuál es el norte fijándote en las cortezas de los árboles, en cualquier ciudad es muy fácil saber si caminas hacia el centro porque aumenta la densidad de tiendas de souvenirs. Me meto en una y me pruebo 3 pares de guantes: unos de piel, otros de lana y otros de anorak No me llevo ninguno pero salgo con las manos la mar de calentitas.
Dos manzanas más y la euforia de aventura polar ya no alimenta mi fuerza de voluntad lo suficiente, ergo me meto en un café, perdóname, Shackleton, soy un blando. Me tomo el café observando a los lugareños como tantas veces he mirado a los gorilas del zoo: exagerando los rasgos que los diferencian de mi. Cuando uno viaja tiene que buscar y exagerar las diferencias, lo hacemos para disfrutar más. Y también para amortizar el esfuerzo y el dinero que supone el viajar. Los islandeses son más grandes de tamaño, rubiales o canosos dependiendo de la añada y ahí se acaban las diferencias.

Cuando me termino el café es hora de plantear la vuelta al hotel. Sigue haciendo un frío que pela. Después de valorar distintas estrategias, sacadas de mis lecturas sobre exploradores polares, elijo una muy famosa, que ha sido utilizada con buenos resultados a lo largo de la historia. La técnica Scott o como es conocida en España: Técnica Cagando Virutas.
Geir me ha llevado a comer a mi sitio favorito de Reikiavik, un bar de trabajadores islandeses, con sus recetas islandesas, sus cocineros islandeses. No hay carta, ves los perolos y eliges señalando con el dedo porque la camarera tiene un inglés precario. Me he pedido una masa de patata y pescado hecho bolas, aplastado y frito, con una salsa marrón, con tropezones que podrían ser setas y unas patatas cocidas con su piel. Ver foto. Y en el departamento de ensaladas unos pepinillos encurtidos, remolacha, mix de lechugas y ensaladilla rusa. Todo exquisito. Me sorprende que en los bares proletarios de todo el mundo se sigue la misma filosofía de desprecio absoluto por la estética de los platos y respeto religioso a la máxima “que no se queden con hambre”, de abuela total.

A las 5, ensayo. Y como calentamiento previo hemos tenido que raspar el cristal con ganas, tres dedos de nieve congelada de la de ayer.
Dos jóvenes promesas cantantes islandesas estaban esperando y yo les he dejado pasar con cortesía aparente y picardía consciente. Así se han comido ellos los desajustes de monitores y el calentamiento de los músicos. Si su técnica era exquisita su temple no lo era tanto, han sufrido lo suyo y han hecho repetir a los músicos que se impacientaban por momentos. Pero cuando ha llegado mi turno, cerca de las 9, todo el mundo iba cansado y con prisa, he pagado el pato con una canción que no he cantado nunca antes en público y también me he puesto nervioso como un flan. He tenido que parar, pedir disculpas, pedir que me la bajasen ¡3 tonos! Lo que han hecho al momento como las máquinas que son. Y hemos tirado para adelante, sin necesidad de repetir. Mañana saldrá mejor.
Geir, el boss en cambio, juega en casa, se las sabe todas (no me refiero al repertorio) y sus interpretaciones han sido un paseo. Por algo es el boss.
A las 22 hemos terminado. Los restaurantes están cerrando o ya cerrados, y hay que pasar por el súper 24h (ese en el que esta mañana me compré la gaseosa) para no irnos a la cama en ayunas.
Ya en el hotel devoro dos yogures y unos frutos secos. Mi nutricionista estaría muy contenta.
Y me meto en la cama alegrándome mucho de no ser Madona. Yo puedo pasear como una abuelita borracha por las calles heladas de Reikiavik, probarme los guantes que me dé la gana y dejar las cortinas de la habitación del hotel abiertas mientras ceno en calzoncillos.
Mañana más.