El chichón evoluciona favorablemente.
Hoy el cielo luce completamente despejado, no hay viento y el grajo vuela bajo, bajo, no digo más.
Saliendo del hotel hay una cuesta y mientras la recorro, con los andares de Chiquito de la Calzada, pienso qué curioso es que la misma nieve que te lleva al suelo y provoca la contusión puede servir para sanarte. La misma nieve que te hace resbalar y darte un castañazo, amorosamente aplicada en una cataplasma, te alivia. Esta meditación se me antoja una metáfora del equilibrio cósmico, del amor y el dolor, del yin y el yang, me ilumina un fogonazo existencial, y estoy a punto, pero a puntito, de componer un haiku antes de llegar al primer semáforo. Pero el frenazo de un coche hace que se me vaya el santo al cielo. Otra vez será.
El animal humano es un bicho con querencia a la rutina. Y hasta en un ambiente hostil a las pautas como un viaje, empiezan a fijarse unos ritos. El desayuno, con su charla con los músicos es uno. Hacer este post es otro.

Cuando me siento a escribir, a las 9 y media, el cielo empieza, muy, muy despacio a cambiar del negro al gris, sin prisa. Ya he desayunado pero todavía falta mucho para que amanezca. Mis convicciones más profundas siempre me han prevenido de hacer esto que estoy haciendo estos días, madrugar, yo siempre dejo salir el sol antes de ponerme en movimiento. Pero siento que es un lujo que me he podido permitir por vivir en la latitud que vivo, y por dedicarme a lo que me dedico. Gracias.
El sol apunta mis pasos hacia el mar esta mañana.
Paseo marítimo de Reikiavik. Esta vez pienso hacerlo enterito.
Reikiavik está en una bahía muy cerrada, el agua está tan tranquila que parece un lago, no hay olas, el paisaje corta la respiración, el frío también. Llevo mi gorro de peluche, pañuelo al cuello, y un forro polar debajo del anorak. Algunos me habéis dicho que parezco más gordo en las fotos, era el forro, capullos. Me cruzo con algunos corredores, algunos carritos de bebé con su progenitor empujando, y poco más.
Después de unos 2 km de caminata sobre el suelo helado con unas vistas que cortan la respiración, llego al centro.

Es la zona de compras, la zona de turistas y las calles están limpias de nieve, sucias de gente. Reikiavik es pequeño y el movimiento se concentra en un puñado de calles. Entro en una tienda dedicada al diseño escandinavo. Minimalismo, racionalismo y concepto. Me muevo por la tienda con soltura, mostrando genuino interés por algunas piezas exquisita. Cuando consigo que se me calienten los pies, le doy las gracias a la dependienta con la típica mirada de mañana vengo y me gasto cinco mil dólares que hoy no me he traído la cartera.
Ayer vino Vigga Asgeirsdottir (la cantante con la que hice Baby It´s Cold Outside en 2019) a ver el show y me invitó a cenar hoy en su casa.
—No puedo comer las dos horas antes del show —dije.
—No te preocupes cenamos a las 5.
Toma ya.
¿Te hace falta que te recoja?, me dice. No, gracias, tengo furgoneta. Se queda impresionada. Ventajas de ser conductor titular. La verdad es que me manejo de miedo con ella, la conducción sobre nieve no tiene ya secretos para mí, algunas noches después de dejar a los músicos en el hotel y comerme mi yogur en calzoncillos pienso en salir a recoger borrachuzos que vuelven a casa, sacarme un extra como taxista ilegal. A ellos no les importa que me pierda un poco, y tampoco están ágiles contando el dinero. Pero al final me da pereza.

La casa de Vigga está en Kopavogur, ellos lo llaman town, pero es como una urbanización a las afueras. Casas y casas de dos pisos, con sus jardines llenos de nieve. Me reciben calurosamente, el contraste de temperaturas entre la naturaleza y las personas, entre la calle y las casas sigue soprendiéndome. Me quito los zapatos siguiendo la costumbre local. Como coleccionista de calcetines este país ofrece muchas posibilidades para fardar.
Les regalo unas tortas de aceite de Andrés Gaviño detallando que son hechas de forma artesanal, con una receta familiar, así les sabrán más ricas. Me preguntan que cómo se comen. Sujétame el cubata.

—La tradición española de las tortas de aceite dice que tienes que coger un pañuelo de ganchillo con la mano derecha mientras con la izquierda te la llevas a la boca y muerdes un trozo, lo dejas reposar 15 segundos en la lengua mientras, comprimiendo el suelo pélvico, pides un deseo (puedes pedir un descapotable pero te recomiendo que pidas algo sencillo como que no se te haga bola y te atragantes) luego lo tragas y te engolosinas con el retro paladar.
Están flipando con el ritual de las tortas, normal. Se lo van a contar a todos sus amigos. Gaviño: de los pedidos de Islandia quiero una comisión.
Me sirven el Icelandic Lamb, cordero islandés. Riquísimo, con sus guarniciones y su salsa. Vigga parece que me ha leído los pensamientos porque dice “En Islandia todo lleva salsa”, pidiendo disculpas gastronómicas.

Vigga e Inko tienen 2 hijos rubísimos de 4 y 6 años que hablan muy bien el islandés, y miran a la visita pensando este es tonto o algo. El pequeño es un trasto de cuidado, en islandés: trasturdicuidathur. Cuando se acaban su plato se piran, aburridos de no entender nada. Tienen una casa en la que las paredes que dan al mar, que al igual que en Reikiavik, más parece un lago, son ventanas inmensas. Tienen un piano, un cello, un violin, siete guitarras y variopintos instrumentos de percusión esparcidos por ahí. Una casa muy musical. Ambos han estado alguna vez en España, como todos, todos, los islandeses que he conocido. Hablamos de las tradiciones de Navidad, de música, del Las Vegas Christmas Show, de Islandia, de España y de Geir Olafsson, por supuesto. Y sin darme cuenta se me ha hecho la hora de irme al hotel a vestirme para el bolo. Me llevo el cariño y el olor a familia prendidos en la ropa, me doy cuenta de que los desinfectantes de las habitaciones de hotel matan estos olores como si fuesen patógenos. Gracias Vigga e Inko. Este último me ha desvelado el secreto las bicis llevan ruedas especiales para la nieve.

A medida que van pasando los días nos relajamos y, en vez de movernos por el camerino con papeles y letras canturreando nuestras partes, nos dedicamos a hacernos fotos unos con otros. Me refiero a los cantantes, la banda está las dos horas en el escenario.

Hoy todo ha salido mejor que ayer, y el público ha sido incluso mejor que ayer. Es sábado, el día grande, se han puesto sus mejores galas. Como si dieran un lingotazo con cada canción que escuchan el nivel etílico va subiendo y cuando al final suenan My Way y Delilah se abrazan y corean con entusiasmo de estadio de fútbol.

Al acabar el show las fans bajan a los camerinos. Con las restricciones de COVID se ha limitado mucho esta parte, la de manosear los egos de los artistas, toquetearlos para ver si son de verdad, pero las más acérrimas se cuelan hasta la cocina a por un achuchón de Geir Olafsson y un selfie con Don Randi. A los demás, las migajas. Las cantantes islandesas son felicitadas por familiares y amigos, en la puerta de artistas. Al cantante exótico español le pide un selfie a la vuelta del aseo alguna acérrima admiradora de la paella, el mojito o Messi. Entre la entrada, el test obligatorio para asistir, el taxi y el vino (probablemente lo más caro de la noche) pueden haberse dejado 400 euros así que lo menos que podemos hacer es darles las gracias, el selfie, el abrazo con mascarilla o lo que pidan.

En la furgoneta todavía tienen los músicos ganas de chistes, Harry y Don son los más viejos y los más que se ríen contando… “Hey, you know, three chicks told me to come to my hotel room, I said: that’s great, you want to see me sleeping?”, “A twenty years old chick was looking at me at the end of the gig, I told her: hey, you’re looking for something? Yes, I’m looking for something for my grandmother”
