Hasta que ella llegó, yo había abusado de las formas esféricas. Mujeres formadas por varios planetas empastados. Tetas, culos, muslos, caderas… diosas de la fertilidad, unas más paleolíticas, otras menos, venus en ambas versiones con y sin espejo. Mujeres que eran letras sinuosas: eses, dés, gés. Supongo que necesitaba algo más cartesiano, una í, una ele, una té, y entonces apareció ella.
Era plana por fuera y plana por dentro. Gastaba cero en sujetadores y cero coma en el resto de la ropa interior, puesto que no había nada que mostrar, tampoco había mucho que adornar. Blusas largas, siempre por fuera, holgadas. Vaqueros clásicos, de los que no le sientan bien ni al sastre que los inventó, grises o azules. Zapatos bajos, zapatillas de deporte. Pelo corto. Y una mirada como un horizonte, sin nubes, sin velos.
La ausencia de curvas hizo que fuera muy sencillo conducir a su lado. ¿Playa o montaña? Por supuesto playa, ya he dicho que no le gustaban las curvas. Resultaba muy refrescante estar al lado de una mujer que no se sentía agredida por los silencios, por decirlo lisa y llanamente: le gustaban.
Mi amante andrógina iba por la vida sin contonearse, sin insinuarse y sin coquetear. Eso, tú lo sabes, puede tener mucho morbo. Iba a la compra con una lista, eso a los hombres nos resulta muy excitante. E iba al sexo como se va al taller, a reparar y dar lustre. Con la prudente frecuencia que recomienda el fabricante. Nunca antes había conocido una mujer así: si el vehículo es nuevo cada tantos kilómetros, cuando se acaba el periodo de garantía sólo a cambiar el aceite o si falla algo.
Yo no sé si se atraen los opuestos o Dios los cría y ellos se juntan, hay refranes para justificar todos los errores humanos, también los aciertos. Mi amante andrógina era dura como el pedernal, no todos los hombres lo somos. Pero más que la dureza, la adornaba una simplicidad emocional, que me perdonen los machistas, que sólo puede ser masculina.
Era más hombre que yo en la mayoría de las posturas, en la mayoría de las situaciones y eso me hacía sentirme a ratos solo, a ratos gay, a ratos onanista.
Los vasos medio llenos se fueron convirtiendo en vasos medio vacíos, sus líneas verticales en barrotes, sus silencios alcanzaron un volumen insoportable. O fui yo, seguro que fui yo. El aburrimiento, como la pasión, son cosas muy íntimas, responsabilizamos a los otros de ellas por tradición pero viven dentro de uno.
Y sus ojos, que se habían mostrado bastante resistentes a la alegría, se blindaron cuando llegaron los días de la tristeza, cuando cada ráfaga de aire que entraba en la casa susurraba melodías de despedida.
Lloró. Un llanto nada más.
Lloró un día después de la noticia. Impuntual, llegó tarde a la pena. Casi todos remoloneamos e intentamos aplazar esta cita oscura, es normal. Lloró lágrimas esféricas, orondas, y nos morimos de pena los dos durante un rato.
Después nada.
La foto es de Marisa Aguado