Camino por Reikiavik con la cámara, la libreta, los ojos de niño ingenuo que se asombra por todo. Alguna vez he viajado con otros ojos y a la vuelta tenía la sensación de que había perdido el tiempo y el dinero, echar en el equipaje ojos de adulto es tontería.
Esta ciudad es un museo erigido al color gris.
Y el director del museo es el propio cielo de la ciudad. Si no eres capaz de diferenciar al menos 20 matices de gris, si eres daltónico para los grises, te va a parecer la ciudad un poco monótona.
Son grises los tejados, las puertas, las ventanas, los coches… pero de repente aparecen las brigadas revolucionarias del color, por sorpresa, aquí y allá, provocando radicales miradas, dando cortes de manga a los pesarosos. No me digas que no te apetece llamar a la puerta de una de esas casas y ver quién sale a abrir.
No he tenido tiempo de conocer a todos los islandeses.
No porque sean muchos, es que he estado muy poco tiempo.
Pero en la muestra con la que me he topado he encontrado índices elevados de sentido del humor. No sé si era víctima del sesgo de mi propia dicha, o la promesa de la incipiente primavera les tenía sobreexcitados, o que ha dado la casualidad de que era gente que vivía en casas de colores.
Y la verdad es que me da lo mismo.
Camino por Reikiavik y me quedo con lo que me da la gana, igual que harías tú.