Bajo la cuesta del colegio de C. a toda pastilla, pensando si Starsky y Hutch irían tan rápido en realidad o sería un truco cinematográfico. Freno justo a la puerta y ahí está mi cachorrito, con una cara de mala hostia que le pesa más que la mochila.
Algunas madres se han entretenido charlando y sus hijos corretean por el patio por eso no está sola a pesar de que hace 10 minutos que sonó la sirena que marca el final de las clases y el principio de la estampida.
C. está clavada a la puerta como un guardia suizo del vaticano al que no hubieran pagado la extra y calzase unas botas dos números más pequeñas, lo hace para dejarme claro que llego tarde. El mensaje de su lenguaje corporal llega nítido y claro a mis entendederas y lo hace a una velocidad comparable a la fibra óptica, no me hace falta mas que un visazo para darme cuenta. Sí, llego tarde, por eso bajaba la cuesta en plan rally, el sentimiento de culpa me perseguia, y 26 kilómetros no han sido suficientes para dejarlo atrás.
Abre la puerta, sube, tirá la mochila en el suelo como hace siempre y se sienta en el asiento de atrás.
—Hola, mi amor —digo intentando rebajar la tensión por el método de hacerme el tonto. —¿Qué tal tu día de cole?
—Bien —la tensión no se ha rebajado ni un miligramo y cada letra de la palabra «bien» pesa como una losa.
Cambio a modo padre-dialogante.
—¿Qué te pasa, por qué estás enfadada? —le pregunto. No contesta. Dejo pasar un tiempo, prisa, lo que se dice prisa, no tengo.
—Venga, anda, cuéntamelo —insisto,
No tiene muchas ganas de hablar pero al fin explota.
—Papá, tú no te das cuenta, pero cuando llegas tarde yo pienso que puedes haber tenido un accidente y estar muerto. Y lo pienso muchas veces porque muchas veces llegas tarde.
—Es verdad que llego tarde, en eso tienes razón. Pero son 10 minutos, mira el reloj del coche —suena a excusa, y me temo que lo es.—Aunque es cierto que si te pasas 10 minutos pensando que tu padre está muerto se te pueden hacer muy largos.
C. calla, y sigue enfadada.
—Pero hay una cosa que no entiendo…
Los puntos suspensivos abren una pequeña grieta por la que entra algo de luz cuando la curiosidad le puede al enfado y, mostrando todavía su cabreo, aunque cada vez con menos convicción, C. pregunta.
—¿Qué es lo que no entiendes?
—Por un lado como no puedes hacer nada para cambiarlo ni para enterarte, sería mejor que esperaras divirtiéndote. Por otro si lo que te pone triste es pensar que me he muerto, cuando llego y ves que estoy vivo, deberías dar saltos de alegría ¿no es así?
No contesta pero el barruntar va haciendo sitio en su cabeza apartando las ramas persistentes del mosqueo. El silencio se ha aposentado en el asiento de atrás justo encima de la mochila de colores.
No me son ajenas sus cuitas, yo también de pequeño a veces rellenaba los espacios en blanco con catástrofes ¿tú también? Una costumbre tonta igual que la de quitarse la costra de una herida en la rodilla aunque sabes que sólo te va a doler más y va a tardar más en curarte. Algo debe tener el dolor gratuito, supongo que le debemos agradecer, al menos, el poner de manifiesto que estamos vivos. ¿O será la falta de glucosa quien nos trae los pensamientos lúgubres?.
—¿Te has comido el bocadillo? —le pregunto.
—No, se me olvidó, me puse a jugar con mis amigas y se me olvidó.
—¿Te apetece que paremos a tomar un helado?
—Vale.
Mi hija es tozuda y no me va a regalar tan pronto una sonrisa, pero noto que nuestro pequeño barco rojo va dejando atrás las nubes negras de un miércoles por la tarde y cuando paro el coche en Hagen Dasz las aguas están razonablemente tranquilas. Por cuánto tiempo, no lo sé.
Como artista no debería pensar que son las glucosas, las hormonas, o los eslabones defectuosos del ADN los que escriben los dramas cotidianos que nos inspiran los dramas líricos, queda muy vulgar. Me iría mejor si responsabilizara la culpa a la inspiración, a las musas… a la esencia última e intangible del alma. Pero el alma, lo que viene llamándose alma… no tengo ni idea de qué es, ni prueba alguna de su existencia.
Aunque estoy seguro de que, de constatarse, me refiero al alma, la inspiración o las musas, tendrían su domicilio en esta tarrina de helado de nueces de macadamia, y serían vecinas de los trocitos crujientes de caramelo.
Comentarios
Una respuesta a «Un padre muerto y un helado»
Para otra, es mejor que llegues 20 minutos tarde, en lugar de hacer rallies por la carretera. La señorita C. lo acabará entendiendo.
O también, abandonar el sofá 20 minutos antes. 😉