Hoy se me ha roto un candelabro de cristal.
Intentaba limpiarle la cera adherida por el método de sumergirlo en agua hirviendo y no ha soportado el cambio de temperatura.
Más bien debería decir que no ha soportado la velocidad a la que se ha producido ese cambio de temperatura. Querido y listillo lector, puedes ahorrarte el “ya te lo dije” porque ya me lo dijo Cristina: «ya te lo dije».
El candelabro era suyo.
El caso es que el susodicho candelabro de cristal pertenecía a un conjunto de 2 idénticos. Y la desgracia mayor no es que se haya roto sino que deja al otro huérfano, y cada día que pase su sola presencia me recordará que maté a su hermano por no perder unos minutos en Youtube comprobando el procedimiento correcto. Sólo por eso estoy tentado de matar al huérfano también, por ejemplo dejándolo caer al suelo, y así acabar de golpe con el martirio de su soledad, y el suplicio silencioso de reproches que me espera. ¿O sería menos alevoso sumergirlo en agua hirviendo? Lo digo por respetar la simetría.
La segunda cosa que sucede cuando se te rompe un adorno es que te recuerda el momento y el motivo por el que te lo regalaron. El adorno puede guardar silencio y polvo durante años pero en el momento aciago de morir se revela y lanza un grito: “¡Soy de mayo de 1999! Un regalo de boda de la tía Margarita, con la cita: «son de Bohemia, cariño, espero que te gusten”. Y en ese grito del candelabro a la hora de perecer hay un despecho: me habéis tenido aparcado y olvidado pero ¡yo valgo mucho! Y sobre todo: ¡tengo una antigüedad en esta casa! Y una amenaza: mi hermano vengará mi memoria.
Como el candelabro no era mío, yo sólo quería limpiarlo, no sabía nada de esto. Pero Cristina confirma —Era de los buenos, de cristal de Bohemia, debía costar un dinero—. Y añade —Por eso no me gusta tener estas cosas, porque, cuando se rompen o se pierden o te las roban, te sientes mal.
El argumento es irrefutable.
O quizá no. —¿Sientes la pérdida, tenía un valor sentimental? —digo.
—No mucho —contesta.
—¿Pensabas venderlo? —pregunto.
—La verdad es que no —contesta.
—¿Entonces?
Algunas veces sucede que valoramos algunas cosas por lo que valen para los demás, por la cotización que alcanzan en ese peculiar mercado que forman las personas que nos rodean.
Son las 2 de la mañana y aquí estoy yo, en la cama, con los ojos como platos reconstruyendo la historia de ese estúpido candelabro. Tan estúpido que se ha hecho añicos al sumergirlo en una olla de las más baratas de IKEA. —Esa olla, pringado, por cinco cochinos euros aguantará años, y seguirá preparándome guisos, estofados y sopas… pidiendo muy poco a cambio, con humildad. Esa olla no necesita menciones ni reconocimientos, no necesita que la aplauda. Seguirá conmigo años, y años. No como tú. Le iré cogiendo cariño sin que me lo pida. Me costará desprenderme de ella cuando ya esté abollada y vieja. Probablemente el día que me deshaga de ella, cuando la lleve al punto limpio y con culpa y dolor, mucho más de cinco euros de culpa y dolor, por la inflación; cuando la arroje al contenedor oportuno, en su despedida postrera me diga: no te olvides de que yo fui quien te ayudó a matar al candelabro.
Y me habrá tocado el corazoncito en ese instante, la muy ladrona.