Cosas que le pasan a este farandulero cuando NO está en el escenario

Yo tenía una abuela y se me murió.

Pero tuvo el detalle de elegir bien la edad a la que lo hacía, 94, un número hermoso y, sobre todo, grande. Y por morirse tan tarde pudo darme nada menos que 46 años, otro número bonito, para disfrutarla. No como mi madre que hizo muchas cosas bien pero en lo de morirse se adelantó mucho, demasiado.

Yo era el ojito derecho de mi abuela, su nieto favorito. Y eso se notaba entre otras cosas en que cuando yo entraba en su casa segoviana era recibido con una alfombra roja. Una alfombra roja con dos ingredientes: tortilla de patata y flan. A veces también chorizo de la orza, que este sí, es rojo. Todo el mundo dice que las tortillas y los flanes de sus abuelas son los mejores del mundo, pero yo he probado algunas de esas tortillas y flanes de otras abuelas y, perdona pero no se acercan a los de la mía ni de lejos.

Yo aprendí muchas cosas de mi abuela, pero no de sus consejos sino de cómo era, de cómo había lidiado con la vida, con sus hostias y con sus besos.

Desde un punto de vista meramente estadístico mi abuela había recibido más de las primeras que de los segundos en la vida. Siendo la primera bofetada gorda nacer pobre. La segunda tener una guerra civil a los 20 años. La tercera que se te mueran hermanos jóvenes, la cuarta que se te muera una hija, demasiado pronto, siempre es demasiado pronto para que se te muera una hija, esto es un guantazo morrocotudo. Y aquí viene la primera enseñanza de mi abuela: su sistema altamente eficiente de detección de besos. Para mi abuela todo lo que no eran collejas se podían considerar besos. Así que si un día no se le moría nadie, ni había guerra, ni sufría penurias, ese día era una pura bendición o usando sus palabras, un día morrocotudo.

Otra cosa que aprendí de mi abuela fue un montón de palabras que sólo decía ella, como morrocotudo, zascandil, gurriato, pistonudo… Y otras que, siendo comunes, ella les daba un matiz diferente, como la coletilla “el pobre”.

La coletilla el pobre era el síntoma más elocuente de que mi abuela gozaba de un sistema inmune emocional de primera categoría.

Mi abuela decía “ha venido tu tío, el pobre”, y podía referirse a que había tenído muchas cosas que hacer ese día, o que le había costado subir las escaleras por la rodilla. Pero también decía: “el presidente del gobierno, el pobre”, “el Rey, el pobre”… Yo no preguntaba, pero supongo que el presidente del gobierno era pobre por tener que comparecer delante de las cámaras, ser criticado por la oposición o vestir siempre de traje. Y el Rey… bueno, todos estamos de acuerdo en que ser Rey es un marronazo. Incluso llegué a escucharla decir alguna vez “Nadal, el pobre” porque le hacían correr y sudar muchísimo en los partidos y pasaba mucho tiempo fuera de casa. Es verdad que mi abuela, aunque trabajó toda su vida como una mula, nunca tuvo que correr detrás de una pelota durante 3 horas seguidas, ni pasar largas temporadas fuera de casa. Mi abuela era capaz de compadecerse del número uno del tenis mundial, el pobre, desde su modesto pisito segoviano, frente a su modesta televisión encajada en el aparador de melamina, con las piernas bajo la mesa camilla.

Y lo más importante de ese “el pobre” era que implicaba una forma de ver el mundo. Mi abuela, desde su pensión no contributiva era capaz de empatizar con el rey, el presidente o el número uno mundial del tenis. Sentir sus problemas y los reveses que les daba la vida. Y era capaz de valorar todo lo bueno que cada día le ofrecía, sentirse afortunada, yo nunca le esuché decir “pobre de mí”, lamentarse de su suerte, al contrario, mi abuela era capaz, con sus tecnologías emocionales de altísima eficiencia de convertir los pesares de su existencia en tortillas de patata y flanes. Y en chorizo de la orza.

Tengo algunos conocidos que abrazan la muy intelectual costumbre del pesimismo. El pesimismo como indicador de tener mucho criterio, de ser muy conscientes, de conocer los intrínsecos mecanismos del universo. Y yo en verdad les digo: anda y que os den bien por el orto, y así se os pasará la gilipollez. Intelectuales que hace mucho que no tienen un percance mayor que se les extravíe el marcapáginas, o no haya lubina salvaje en el mercado. Un par de tortas es lo que les hace falta. Estos conocidos mío, Dios me libre de dar el nombre de ninguno, probablemente abrazan también la idea de que la felicidad es cosa de pobres de espíritu y de pobres de cuenta corriente.

Cuando en realidad es él, y solo él, con sus ridículas disquisiciones, el pobre.