Salgo a mi jardín… yo lo llamo jardín como piropo, para darle un refuerzo positivo, pero objetivamente es un descampado desigual de mala tierra donde se impone una anarquía botánica.
Le he dado dos años de libre albedrío en el que mi contribución han sido palabras de aliento y chorros de agua a discreción. Tengo que decir que confiaba en que me saliera un césped, una praderita o un jardín inglés, algo mínimamente coherente. Esperaba que de forma espontánea ese caos vegetal se fuera organizando a sí misma conforme a las reglas del universo, y saliera algo aparente. No ha sido así. Yo soy tonto pero el universo nunca se equivoca ¿por qué entonces me hace esto?
El viento y los pájaros han ido trayendo semillas. Las plantas más abusonas, las físicamente más resistentes se han apoderado del cotarro. Se mueren cuando les da la gana y vuelven a salir cuando les apetece, esto es un sindiós.
Pienso en cómo la selva del Amazonas ha podido alcanzar tanta belleza sin la intervención de jardinero alguno, cómo los bosques de Ontario se pintan de ocres en el otoño como si un director de orquesta estuviera al mando… y aquí, nada.
—Déjalo estar, y él solo se hará hermoso
—¿Cuánto tiempo?
—Mil o dos mil años.
Vaya, así que el Universo es omnisciente y justo, pero más lento que el caballo del malo.
No estoy preparado psicológicamente para esperar dos milenios, así que voy a comprar unas bolsas de sustrato, arranco esto, remuevo lo otro, meto, saco.
Y al plantar me doy cuenta de que no me quedo a gusto hasta que no compongo alguna geometría, no encuentro paz en lo aleatorio, necesito inventarme un orden, un patrón que mis neuronas reconozcan… y entonces puedo descansar. Pero no por mucho tiempo porque la grama vuelva dando por saco, el segundo geranio de la derecha se está quedando escuchimizado mientras sus hermanos van rampantes… si me relajo se me descontrola el jardín, qué estrés.
Cinco semanas después, como te puedes imaginar, la tentación de alicatarlo todo, es grande. El alicatado lo inventó un obsesivo-compulsivo y nos lo regaló a la humanidad, o al menos a esa porción de la humanidad que no puede soportar el caos: los obsesivos compulsivos que en el mundo somos. Pero asfaltar un jardín sería para mí una derrota, alguna ramita de mi alma sensible se moriría si yo echo cemento en este jardín.
Ostras, ya lo tengo: un jardín japonés. El jardín japonés tiene sus caminos de grava que no van a ninguna parte, sus montones de piedras, la grava y las piedras son bastante obedientes, y luego tiene el estanque y la parte de las plantas que esa sí se puede descontrolar, pero llámalo yin, deja que las piedras sean el yan y ya tienes un equilibrio. Un poco de equilibrio. El jardín japonés además no pide simetrías.
No sé.
Llamo por teléfono a una amiga que vive ahora junto al Mediterráneo, la pillo en el coche llevando a algún sitio a su churumbel y le pregunto por sus jardines.
—¿En qué jardines andas metida últimamente?
Y me dice que bien.
Le pregunto por sus equilibrios entre el corazón y la razón, y me dice que está en ello,
Le pregunto por sus yines y sus yanes, y guarda silencio.
Y entonces ya sé que la solución es sencilla para ambos tres, mi jardín, mi amiga y yo: esperar mil o dos mil años.
Entonces todo estará perfecto, y será correcto, y habrá paz.