Puse la alarma a las 7 pero el iPhone me despertó a las 8.
Bajo a desayunar y ya estaban en ello Geir y los americanos que acababa de traer del aeropuerto: John Depatie (guitarra), Chris Roy (bajo), Don Randi (piano y director musical), Brandon Fields (saxo) y Harry Kim (trompeta). En la época pre Covid había 2 posibilidades, apretón de manos o abrazo, ahora hay 12, esto da mucho juego y es una gran oportunidad para la creatividad.
Me levanté a las 3,45 en Madrid y en el momento de escribir esto son las 1,45 en España y las 0,45 en Islandia, así que llevo 22 horas seguidas de aquí para allá. Son muchas horas pero como decía mi abuela sarna con gusto no pica.
Los aviones son un milagro tecnológico, sí, y un despilfarro energético, también. Si no, pregúntale al planeta. Las emisiones de CO2 de mis viajes de hoy, me pregunto a cuántos chuletones de ternera madurada equivaldrán, puestos a tener cargo de conciencia lo mismo la próxima elijo vaca.
Hablo con una amiga por teléfono y me cuenta que el único concierto que ha disfrutado durante este confinamiento ha sido por streaming.
–Estaba sola en casa, me puse la televisión, era en un teatro en Alemania, había muy poco público y estaban separados, se les veía moverse, bailar, pero desconectados. A la cuarta canción tuve que quitarlo porque me estaba dando una pena horrible. No sólo por ellos, también por mí. No era capaz de escuchar la música, los pensamientos de un futuro con privación del contacto físico, ese contacto físico frugal, fugaz, improvisado, generoso y locuaz, me aterraban.
Siempre ha habido gente que rehuye los abrazos. Para algunos es algo reflejo, cualquier abrazo interfiere en su espacio personal, son cactus humanos. Otros los reprimen, como aquel que dice que no le gusta el fútbol pero no puede dejar de mirar la televisión, que sí y que no, qué dirán, qué pensarán, me vendrá bien, no, no me viene bien. Esos están disfrutando de la pandemia más que los enfermos de halitosis con las mascarillas.
Pero muchos otros somos abrazólicos, tocones irredentos, sobones… estaremos mermados en lo afectivo desde la cuna o lo que te quieras inventar, maldito noruego, pero somos así y ya está. y no hacemos mal a nadie. (Porque sabemos detectar al cactus humano a kilómetros, quién quiere abrazar a un cactus.)
Me lo ha dicho una amiga por teléfono y ayer otra en un café rápido y con toda la distancia. No echamos tanto de menos la juerga nocturna, o los viajes como anhelamos el simple, puro, sencillo y ancestral abrazo.
Intentaba limpiarle la cera adherida por el método de sumergirlo en agua hirviendo y no ha soportado el cambio de temperatura.
Más bien debería decir que no ha soportado la velocidad a la que se ha producido ese cambio de temperatura. Querido y listillo lector, puedes ahorrarte el “ya te lo dije” porque ya me lo dijo Cristina: «ya te lo dije».
Dormí unos cuantos años, no tantos, con una mujer pesimista.
Si al levantarse estaba lloviendo se quejaba: qué asco de día. Si hacía sol se quejaba: uf, qué calor. Yo me estresaba tirando de su brazo hacia arriba, hacia la superficie, intentando demostrarle que se equivocaba, ella prefería ahogarse en sus pesimismos.
Ahora que lo pienso: uf, qué pereza.
Tuve amigos con tendencia a ver todos los vasos medio vacíos, tuve amores grises como el cielo de Chernobyl. Al final acabas alejándote como única forma de evitar que la enfermedad que afecta a su mirada acaba contagiándote.
No soy el más optimista de mi generación. No soy unas castañuelas 24/7. Pero lo intento.
Uno de los comportamientos más tóxicos de los pesimistas es llamarnos a los demás ingenuos, tontos, frívolos. Como si el juicio cabal, la reflexión intelectual o la razón pura tuvieran que ser siempre graves, graves de UCI. Tengo que reconocer que durante un tiempo me afectaron estos desprecios. Ahora ya no, hace tiempo que, a los pesimistas, a los llorones, ni agua.
Hola, soy Oscar Rivilla y fui adicto a los pesimistas. Ya no. Que les den.
Perspectiva. Sí, decir esto cuando te acabas de hacer unas gafas “de cerca” parece contradictorio, pero no lo es. Cuanto más viejos mejor ves de lejos, hipermétropes todos. Y las ves venir.
Alguna certeza.
Como por ejemplo que la salud es el activo más preciado de nuestra cartera. Que hay que estar atento a ella, no hace falta obsesionarse pero no le faltes al respeto.
Como por ejemplo que no hace falta caerle bien a todo el mundo pero es conveniente caerle bien a un trocito del mundo. Con aquella bandera adolescente de “yo soy así y si no te gusta te jodes” te puedes hacer unos trapos de cocina monísimos a los 51.
El calentamiento global es una cosa terrible, pero… a mi no me va a pillar, me queda menos cuerda que a Venecia.
Las hormonas, sobre todo las sexuales, han sido derrocadas. Tras décadas de mayorías absolutas con periodos de dictadura, ahora están relegadas al banco de la oposición, tienen voz pero poco voto.
También le veo algunas desventajas.
Concretamente le veo 5.
El número de huesos del cuerpo aumenta. O quizá ocurra que dan más el cante: “estoy aquí y duelo, dolería o doleré, leré, leré”
Otra desventaja es un lamento recurrente “Ay, si hubiera sabido esto con 20”. Y duele la lengua de tanto mordérsela para no decirle a los hijos “Te lo dije”.
Sobre el conocimiento en general, es una desgracia que cada año que pasa sea más consciente de todas las cosas que no sé, y que no tendré tiempo de aprender… el número de canciones que nunca conseguiré cantar aumenta a ritmo vertiginoso, los libros que no vas a leer también son más numerosos.
Se soporta peor el calor y se soporta peor el frío. Los termorreguladores del cuerpo se vas descacharrando. Ah, para estoeran todos esos calcetines que has despreciado como regalo de Reyes durante décadas.
Pero la mayor de las desventajas es que la mierda esta de vivir es apasionante, jodidamente divertida, a veces también jodidamente jodida. Mola comerse este helado y da pena pensar que algún día se acabará.
Si la vida fuese un partido de tenis yo llevaría unos cuantos sets devolviendo pelotas.
No me ha tocado últimamente sacar, ni tomar la iniciativa subiendo a la red, sólo defenderme desde el fondo de la pista.
Los puntos se alargan, los juegos se eternizan y yo me muero de ganas de sentarme en la silla con el calorcito del sol en la cara, mi traguito de bebida isotónica y mi plátano. Perder la vista en la grada, secarme con la toalla, contar los recogepelotas deteniéndome en las piernas más bonitas. Un respiro, denme un respiro.
Pero no.
La vida es un tenista ruso incansable que te hace correr de un extremo al otro, de derecha a izquierda. Y no te deja tiempo para pararte a pensar, botar la pelota, decidir si la mandas aquí o allá, si la liftas o la cortas. La vida tiene una tenacidad de hierro, una determinación inexpugnable, una fortaleza psicológica de acero y una pizca de mala leche.
Es otra la vida que se ve mirando desde la ventana de los 20 años. Edulcorada por la literatura y el cine, embellecida por los fuegos artificiales de las hormonas. Pero de súbito, una mañana, te despiertas dolorido y resulta que es la vida, que te ha pasado por encima como un camión de seis ejes. Maltrecho te levantas y alguien te pone una raqueta en la mano, te da un empujón, y sales a la tierra batida. ¿Batida? más batido estás tú y no ha empezado el partido.
Te acercas al árbitro y le explicas que debe haber un error, que lo tuyo es el cine, él sonríe con cara de «majete, no me cuentes milongas» y toca el silbato que da comienzo al partido. Te acuerdas de lo del “sudor de tu frente” pero nadie te garantiza que después haya pan.
Y pensar que de recién nacido sólo tenías que berrear para que la mujer más maravillosa del mundo llegara y te metiera su teta generosa en la boca y con ella toda la felicidad del mundo.
Mierda, cómo ha cambiado la película.
Decía Leonard Cohen que nos pasamos la vida anhelando el éxito, como si tuviésemos una misión, pero que la vida es fracasar y a lo más que podemos aspirar es a no tomárnoslo como algo personal.
El tercer mandamiento dice: Pondrás tu bienestar por encima de todo aunque te digan que eres un capullo.
No, no hay texto sagrado en ninguna religión que incluya un precepto así de egoísta. Se le pueden criticar muchas cosas a las religiones pero no suelen consagrar la codicia.
Si consideramos que las normas divinas eran una forma de poner reglas en la comunidad escritas por un señor a quien le daba vergüenza firmarlas. Incluso aunque creamos que ese señor tenía un trastorno de personalidad consistente en creer que había un ser supremo, todopoderoso e invisible que se comunicaba apenas con él, da igual. Los libros sagrados han vendido más que Harry Potter, nos guste o no, han funcionado durante siglos. Debemos concluir que ese señor escritor no era tonto, y no era mala persona.
Parece que el egoísmo sin freno nunca ha sido considerado un buen punto de partida para la armonía de una sociedad, ni siquiera para la supervivencia de una sociedad. Pero en cambio, hay en el fondo de nuestro cerebro un remanente del repertorio genético de los réptiles que aflora en determinadas circunstancias y que grita: aquí y ahora, yo el primero, que os jodan. La ciencia ya sabe que la testosterona y el miedo abren la puerta a que se desinhiba esa parte reptil de nuestro cerebro. Si ese exabrupto le ocurre a un solo individuo, esporádicamente, no pasa nada, la comunidad lo sabrá gestionar con un par de collejas o un abrazo maternal, pero si se asume como normal, si se extiende como una corriente social, si llega incluso a institucionalizarse estamos bien jodidos. No lo digo yo, lo dice la Historia. Dictadores, caudillos, genocidas y cruzados son la consecuencia, los ha habido, los hay y los habrá.
Nos ha tocado vivir una etapa rara con esto del virus SARS Cov-2. Y se puede oler el miedo. A la enfermedad pero sobre todo a la penuria económica. Y se pueden oler el cabreo, la pataleta, el odio… los musculados manifestantes armados con rifles automáticos delante del capitolio del estado de Michigan son un buen ejemplo. Mala combinación esa de la testosterona y el miedo. Todas las tiranías, todas las épocas más chungas, las páginas más oscuras de la Historia del Homo sapiens llevan la firma doble del miedo y la testosterona. Guerras, matanzas, esclavitud, holocaustos… miedo y testosterona.
No, no hay ningún precepto en ninguna religión ni corriente de pensamiento que consagre el egoísmo a ultranza, y menos aún la violencia. Hay un dictado justo al contrario. Está en el budismo, el confucianismo, el cristianismo, el judaísmo, el taoísmo, está en todas las filosofías hasta llegar al punto de ser considerada la Regla de Oro de la ética. Permitidme que la haya tuneado un poco, siempre ayuda un poco de poesía.
Tratarás al prójimo como te gustaría ser tratado y, llegado el caso, habrás de meterte tu testosterona y tu miedo por donde te quepa.